Por Abril Peña
La palabra “robot” nació hace más de un siglo, no como un símbolo de progreso, sino como una advertencia. En 1921, el dramaturgo checo Karel Čapek imaginó en su obra R.U.R. a seres humanos diseñados para obedecer sin alma ni voluntad: trabajadores de carne sometidos al capricho de sus creadores.
Hoy, un siglo después, la inteligencia artificial y la automatización laboral reavivan la misma pregunta incómoda: ¿en qué momento dejamos de usar herramientas para convertirnos nosotros mismos en engranajes desechables?
El futuro del trabajo ya no es solo un desafío económico. Es una cuestión de humanidad.
Del esclavo de carne al obrero de metal
Cuando Čapek acuñó el término “robot” —derivado de robota, que significa trabajo forzado—, pensaba en hombres de carne y hueso tratados como máquinas. No eran autómatas fríos, sino seres vivos, sacrificados en aras de la productividad.
Con el tiempo, la iconografía del robot cambió: del esclavo humano pasamos al obrero de metal. Nacieron Elektro, el primer robot humanoide presentado en la Feria Mundial de Nueva York en 1939, y posteriormente los íconos de la ciencia ficción como el robot B-9 de Lost in Space. La humanidad se acostumbró a imaginar que su asistente perfecto sería de cables y engranajes.
La promesa rota de la automatización
Durante décadas, el discurso tecnológico prometió liberarnos del trabajo físico extenuante. Las máquinas harían las tareas duras, repetitivas, peligrosas. El ser humano, decían, se dedicaría a la creatividad, el ocio, la innovación.
Pero la realidad de la automatización laboral no siempre ha sido emancipadora. Los trabajos precarios se multiplicaron. Las cadenas de producción humanas se ajustaron al ritmo de las máquinas, no al revés. Y hoy, con la inteligencia artificial expandiéndose a esferas cognitivas —redacción, análisis, diseño, estrategia—, ni siquiera la mente está a salvo.
IA fuera de control: ¿ficción o advertencia?
La cultura popular advirtió lo que la soberbia tecnológica quiso ignorar. Películas como Terminator —con Linda Hamilton luchando contra una inteligencia rebelde— y novelas como Yo, Robot de Isaac Asimov plantearon escenarios donde las creaciones humanas adquirían autonomía, y eventualmente, dominaban.
Aunque no vivimos aún una rebelión de las máquinas, los experimentos recientes son inquietantes: inteligencias artificiales que crean su propio lenguaje interno, algoritmos que toman decisiones sin supervisión explícita, o sistemas que demuestran sesgos inesperados.
La pregunta ya no es si las máquinas serán conscientes, sino si nosotros, obsesionados por la eficiencia, dejaremos de serlo.
El nuevo rostro de la esclavitud moderna
El Día del Trabajador nació como una respuesta al abuso. A jornadas infames, a salarios de hambre, a condiciones inhumanas. Hoy, los desafíos no son menos graves: trabajadores desplazados por algoritmos, vigilancia permanente disfrazada de métricas de rendimiento, precarización laboral bajo la apariencia de flexibilidad.
El trabajador del siglo XXI enfrenta una amenaza distinta pero igual de deshumanizante: ser reducido a dato, a productividad medida, a resultado numérico en un sistema que valora más la eficiencia que la dignidad.
¿Qué clase de futuro estamos construyendo?
El debate sobre la automatización no es técnico. Es ético. Es político.
¿Seguiremos diseñando herramientas que liberen, o sistemas que esclavicen?
¿Usaremos la tecnología para expandir nuestras capacidades humanas o para sustituirnos a nosotros mismos?
No se trata de temer a las máquinas ni de resistir el avance tecnológico. La humanidad ha pasado por otras revoluciones —la del vapor, la electricidad, la informática— y ha sabido adaptarse. Pero esta vez, el peligro no es que la máquina sustituya al hombre, sino que el hombre se convierta en máquina: que pensemos, actuemos y valoremos la vida solo en función de métricas, algoritmos rendimiento. Esa es la verdadera amenaza. Y es silenciosa.
La historia del robot comenzó como una advertencia. Ignorarla podría convertir la metáfora en profecía.
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