Federico Sánchez -FS Fedor-
1…
Para Elisa… que es mi vida
-Balada-Relato-
Elisa es la pasión de la desgracia o la candidez de la inocencia. No sé. Mire amigo, acepto como válido y bueno, como usted afirma, que “…después de la tempestad viene la calma”, y yo diría, la salvación de la indolencia o la resignación de un caso perdido. Pero ella es el asomo de mi locura o la liberación del bonachón ileso.
A pesar de todo, ella aun cabe dentro de mis ilusiones pasionales. Se lo confieso a usted que me acompaña en esta fría cárcel con un frío invierno lento y cantoral. Quiero decirle que me sentí tan extraño cuando la conocí, así, tan de repente, en el umbral de su casa, una poética tarde al comenzar enero. Yo no sé qué usted pensará de mí, ni siquiera sé por qué usted está encerrado en esta celda, como yo, pero siento la necesidad, la triste y a la vez alegre tentación de contarle, de hablarle de ella; imagínela sensual y seductora, altiva como una diosa, espeluznante y poderosa a un tiempo, tan atractiva como cualquier Cleopatra.
Yo en cambio me imagino que a esta hora debe estar recostada sobre el postigo de la puerta (que siempre está semicerrada), ella siempre sobre el pequeño arco de la puerta; ella, un ave fénix en su esplendor, insinuante, con su rostro hermoso, luminoso, su cabello lacio, negro, descansando en sus hombros lozanos; sí, un cabello apenas imperceptible, colmena lunar que transparenta su rostro, un rostro con una mirada circular, hacia un lado y hacia otro, observando la muchedumbre y los vehículos en su vaivén, esos que pasan por la Juana Saltitopa (la otrora calle Encina Chevalier, nombrada así hasta el 1961 en honor de la abuela materna, y de origen haitiano, del dictador Trujillo) y la calle 11, y yo aquí agarrando con mis manos blandas estos fríos barrotes desde hace unas quince horas y no terminan de decidir sobre mi salvoconducto o mi sometimiento, que de seguro será ilegal.
En este país, que según un poeta nativo “está colocado en el mismo trayecto del sol”, las cosas son así. No sé si será igual en nuestro vecino país, Haití, allende la frontera. No entiendo por qué en estos precisos momentos, que debería estar preocupado y pensando en otras cosas, sólo me llega ella. ¡Ah, ella!, la de los ojos tristes y placenteros, la del pecho prominente siempre álgido, insumiso, mujer canela parecida a la mar nocturna, la de las manos bellas, que sólo amor se vive en ellas; ella que desde que la vi ya no siento más mujer en la vida, ya no veo más sostén que sus dos piernas, su cadera y esa mirada penetrante que me yugula, que me estrangula el alma y ya no quiero más miradas que las de sus ojos grises, no más miradas de otra mujer.
Sí, supongo que a esta hora, tres de la tarde, y como todas las tardes de este mes de enero, de 1971, estará con sus ojos avispados deslumbrando, inoculando a todos los que pasan y que éstos, sin poder ocultar sus mohínos no reparan en voltear el rostro para mirar sus ojos dulces, cristalinos, mirar su boca delineada, configurada con flores de organdíes rosas, sin dejar de verla, pero caminando con sigilo y prudencia, evitando una colisión, un accidente inesperado, irreparable, y ella como si nada, coqueteando con sus ojos grises, y el vecindario ignorándola, “para que sufra por afrentosa”, porque “sólo se recuesta de la ventanita para provocar”, crearle más problemas al transeúnte que pasa dislocado con tantos inconvenientes, primero por la represión desatada contra los revoltosos políticos de izquierda y centro izquierda, los desafectos del régimen, y segundo por la situación monetaria, a pesar de la bonanza económica en la venta internacional del azúcar, nuestro monocultivo en auge, y esa industria sin chimenea que tiene este país, nuestra gran República Dominicana, como el turismo, que se perfila con superávit para estos tiempos de los 70s.
Parece que no entienden que ella es un milagro, una salvación que está puesta ahí, en la puerta adornando su postigo, toda las tardes, puesta por Dios, para deleite de los demás, para que la vista de todo poder masculino pueda recrearse, sobre todo la vista mía, con su rostro tan bello, tan perfecto; ¡ah, su rostro!, mire amigo, cuando lo vi por primera vez, aquel domingo en la tarde, desde entonces quedé embelesado; recuerdo que yo iba caminando por la calle 11 hacia la Juana Saltitopa y justo al doblar la esquina vi su rostro, sus codos posados sobre el marco interior del postigo de la puerta azul claro, ésta de dos hojas o bandas, con una abierta, y las palmas de sus manos fijas como columnas dóricas descansando debajo de su mentón, y en la parte inferior de la puerta sobresalía una de sus piernas inclinada hacia fuera, pierna preciosa como tronco de Caoba, y en la radio de Doña Fefa, que vive en la misma esquina, sonaba la canción de moda, una joya en versos hecha canción, la última de “Sandro de América”, que lleva por título “Para Elisa”, y mentalmente comencé a tararear con Sandro, que gorjeaba “puedo dar lo mejor de mi sonrisa,,,” y desde entonces, ella es mi Elisa, mi ángel guardiana, mi pasión.
Y fue así que la vi, y me le acerqué, pero no me salieron las palabras para presentarme; quise cantar “…para Elisa tengo ansias que se confunden con la brisa” y se me olvidaron las letras de mi canción favorita. “Imposible…”, me dije, pero cierto, lo que hace la impresión provocada por una mujer, un tesoro encarnado, y así, embelesado, como le dije antes, seguí mis pasos, y desde entonces ya no duermo bien, ni siquiera aquí donde me encuentro desde anoche; casi ni me concentro en los estudios, no hago nada sin antes suspirar profundamente por Elisa, con quien, junto a Sandro, “…puedo un mundo de ternura construir”.
Pues como le decía, mi querido señor, desde ese día su cuerpo es mi templo, una catedral que construyo sin ladrillos enhollinados, y sus ojos son mi futuro y me veo organizando un festín en su sonrisa, y sus manos son mis guías y marcho hacia las estrellas con una canción, que se titula “Para Elisa”. Quedé tan desorientado, esa tarde que la vi, que perdí toda noción del tiempo, de la espera, de los demás y llegué a mi destino sin saber si había llegado al lugar donde iba, donde Felicia, mi enamorada escolar del Liceo Juan Pablo Duarte, de ojos tristes y aniñados, pero de cuerpo alegre, a quien yo había ido a visitar y me remeneó tratando de volverme en mí, porque fue tan grande la emoción que sentí al conocer a Elisa que me veía extraño. Me brindó refresco y galletitas Carbonell, que tanto me gustan y las dejé intactas.
“Pero Antonio qué te pasa”, me pregunta Felicia, y yo ahí como enjaulado en un callejón sin salidas, atrapado en el rostro de Elisa que se mantenía orbitando en mi aura y también Sandro seguía en mí rebotando con esa frase que llega hasta el alma, “…para Elisa, Dios me ha puesto aquí en el pecho un corazón, que latirá hasta morir junto a mi Elisa”. Y yo ahí, embebido, en la sala, junto al sofá-cama, frente a la mesita que sostenía la bandeja del brindis, y en el mueble me veía sentado frente a la madre de Felicia; sí, yo estaba, pero a la vez no estaba. O sí estaba, pero turulato, estupefacto y Felicia gritándome “…pero come algo, di algo muchacho, qué te pasa, tienes fiebre o qué…, estás enfermo?”
Y yo pensando “Oh si, muy enfermo”, y ella que me toca la frente, las manos (un pretexto para tocarme, o mejor aprovecharse), y sigue tocando, pero yo no siento nada, “…claro que no tengo nada”, pensé, porque mi fiebre está por dentro, fiebre de ver ese rostro de nuevo, de ver la luz del paraíso, la brillantez que no tiene límite, el ángel-luz que ilumina las tinieblas, que agiliza los corazones, un espejismo, el invierno de la nada, la candidez de la inocencia, la flor que espejea colores mágicos; esa es Elisa, única en su género, mariposa que abruma, gacela saltimbanqui que estremece la libido. Y no me quedó más remedio que salir, excusarme, con mi fiebre a cuesta de verla otra vez y así regresé por los recodos de mi casa, con la vista nublada, viendo las cosas a mis pasos y a la vez sin verlas y sin reconocer a los muchachos que me voceaban en la esquina 11 con Saltitopa…
…Polo el Cabezón, Chino el Jaguar, Guito Cara „e Gato, Chiquitico el Manganzón, Chivolo el Chivo loco, Faelo To‟Largo, Wilson el Gago, Jando el Feo, Silverio el Pinta, Miguel Lalamué, Joaquín el Cuentista, Candelo Patarrenca, Pablo el Feo, Juan de Dios el Tingo, Lalán el Retador, todos retozando como siempre y yo que sigo de largo y me vocean de nuevo, pero no oigo, no quiero oír, y sigo mirando sin mirar a las chicas en su ascenso físico, con madurez, sus minifaldas y sus botines de charol; observo hacia los arbustos en crecimiento, rodeados por una cerca de madera, el solar lleno de árboles frutales de mangos, guayabas y aguacates, de la casa de Chichí el Gago menor”, y los vecinos que me vocean “Ey, ¿pa‟ dónde va?”, y los niños y adolescentes correteando, insertándome, rozándome con sus pantaloncitos cortos recién planchados y sus camisas almidonadas y el borracho del barrio, Barbiquín, simpático y bonachón, con su tufo a alcohol crudo brindándome solamente un trago, y yo que lo esquivo, y entre-escucho el murmullo de las vecinas…
…que me suenan a sirenas silentes, imperceptibles, con sus ojos picarones e irritables, el portón del patio de mi casa que abro y no sé cómo lo abro o no sé si lo abro, porque todo lo que veo es el rostro de Elisa, todo se transfigura en sus ojos grises y ya en mi cama, me siento como un extraño y me miran medio extraño, trato de alejarme de su rostro; en vano, ya no hay más espacio para otras cosas, me sumerjo en la soledad y trato de dormir, pero aún es temprano, no es mi costumbre, y para el día siguiente, precisamente lunes como hoy, había un examen de filosofía, del cuarto de bachillerato de Filosofía y Letras, y también tenía pendiente una asamblea estudiantil que había que realizar para determinar las tácticas y la estrategia que debemos emprender para apoyar un mayor presupuesto para la UASD (que apenas pasa del medio millón) y exigir el cese de la represión política y tenía que repasar dos horas antes de acostarme, y a las siete de la noche es muy temprano para querer recostarme, dormitar.
Pero sigo viendo su rostro, oiga vale, usted no se imagina, entre siluetas, entre las tinieblas de mis ojos semicerrados; en verdad hubiera estudiado, pero en ese momento ella era mi única pasión, o posesión de mí por esos ojos grisáceos, ausentes, y fue así que dormí. Sepa usted compañero, le puedo decir compañero, ¿no?, que toda la mañana del lunes siguiente, a pesar de los ajetreos, las reuniones y discusiones, a pesar de los pocos minutos de clase recibidos, todo me pareció incómodo, mejor dicho, inalcanzable, horas interminables, casi infernales, el tiempo detenido para mi desesperación, porque lo único que anhelaba, lo único que procuraba era volver a ella, a Elisa…
…verla de nuevo sobre el postigo, marco que se ha hecho religioso desde que ella lo posa, y que le imprime deidad, y espectro artemisano, para disfrute y deleite de los humanos y lo convierte en cálida flor que aromatiza mis siempre azaleas inmunizadas, y mis rosetas irisadas, múltiples, preciosas. Le digo, mi señor, que no bien llega la tarde y me hundo en sus recuerdos, me sumerjo en su sonrisa. ¡Oh Elisa!, ya no hay radiaciones que puedan deslumbrarme cuando sus ojos grises brillan. Y pensando en verla, oiga usted, me hago mi propio reto, llegar hasta su puerta empedrada, mirar sus ojos encantados y de encantamientos y pronunciar su nombre sandrino, al que me adapto, mi pasión, una lujuria que es locura y suicidio, a la vez, salgo en su busca, seguro que debe estar donde el día anterior la dejé, pero esta vez se me ha ido la nublazón, ya detecto los obstáculos del camino que transito hasta sus pies, y camino de nuevo desde la José Martí, para doblar a la calle 11, en la esquina un colmado, lleno de adminículos de primera necesidad.
Observo los estantes de licores criollos, cuyos soportes publicitarios son un homenaje al país o un llamado al alma nacional (“consuma lo nuestro”) o al amor (“Anís Confite, sabe a beso de mujer” que felizmente se escucha en la ventrílocua voz locutoril y no menos melodiosa y comercial del creativo publicitario Freddy Ortiz), clichés reiterativos en el posicionamiento de venta.
Sigo mi caminata triunfal, se nubla el cielo y la tarde se hace espesa, una amenaza de tormenta, un torbellino suave y lento, briznas acuáticas se ciernen sobre el barrio Villa María y los barrios aledaños como Villa Consuelo, Mejoramiento Social, Villa Francisca, San Carlos y María Auxiliadora; el chubasco no se hace esperar, aureolado sobre mi cabeza continúo impacientemente mi lujuriosa caminata, me tropiezo con la muchachada del barrio jugando a las carreras de caballos en las cunetas, en los canales de las aceras, simulando a los équidos con trocitos de plásticos endurecidos y empujados por la corriente de agua que sale de los lavaderos de los hogares y llega a las calzadas.
También veía, le digo a usted, de una forma ingenua pero lúcida, el taller de mecánica del maestro Juan, más o menos ocupando parte de la acera, obstruyendo el paso peatonal, y así giro a la izquierda para tirarme a la calzada y evitar ensuciarme el jeans fuerteazul, de la famosa marca Lee, que me hacía lucir deportivo, luego ladeé el corral porquerizo del carnicero bondadoso que le echa maíz y aguacate a sus cerdos para engordarlos y luego venderlos vivos por kilos y escucho el sonido indistinguible de esos cuadrúpedos “koy koy koy koy koy koy koy”, que asaltan el suave aroma de la brisa, y en la esquina Saltitopa con 11, veo la Compraventas Nelson ya abierta para responder a necesidades del vecindario después de la siesta de la tarde, cuya resolana abrasante embarga todo el entorno y en ese punto tiemblo, comienzo a vacilar, “Y si la veo”, pienso, “…y si me topo con ella, con sus ojos eternos, inmisericordes, contumaces, grandes, de camaleón fugaz y camuflado, ojos más grises cuando baja la tarde, cuando sonríe”.
Sigo pensando, “…y si sus dos siluetas de negro sutil me miran fijamente, será posible tanta tensión, qué diré, le marcharé sin ansias ni tapujos…, bueno le diré –Hola, qué tal, soy Antonio, cuándo te mudaste aquí-, y ella que frunciendo las cejas, boca entreabierta, un tanto sorprendida, pero esquiva siempre, inmune, sólo me mira”, y yo sigo pensando lo que le diría después: “Cómo te llamas. No, no me lo digas, te llamas Elisa, sí, sí, Elisa, porque es mi deseo, es mi orden y no hay pero que valga, pero no, mejor, no, no diré nada de eso”, pienso, “…sólo un saludo y ya está”, así comenzaría nuestra gran relación, un inmenso amor idílico, comprende usted, sin retorno ni estorbos, eterno, la pasión más fuerte que nunca tuve jamás, con ella, Elisa, la diosa del amor, Artemisa, regresando y creando fiestas matinales, nocturnales, cuyos deleites no alcanzaron a ver ni siquiera el aura celeste del Monte Olimpo, ni los de Sodoma y Gomorra, menos aún el despertar del paraíso después de la desobediencia provocada por la formalidad de la fruta prohibida.
Y así seguí, usted no se imagina, hasta llegar a su morada, y casi de hinojos me abalanzo para ver su rostro claro, como sierpe, sobre la portezuela, sobre el umbral del atardecer y al querer llamarle Elisa, y decirle “…he aquí tu Ulises, Odiseo en alta mar, que viene a Ítaca, y a quien tanto esperas”; pero recibo su mirada penetrante, inocente, sorprendida, a la vez ignorante, pero me detengo, trago en seco, no me salen las palabras, usted no se imagina, la fuerza se me escapa, mi corazón retumba, tintinea, se sumerge en un abismo, y ella ahí, inescrutable, impenetrable, esperando un gesto mío, una palabra entonces, y sólo atinó a decir “Hola, qué tal” (por poco retomo a Leo Fabio, le gustan a usted las canciones de Leo Fabio, ¿verdad? Y yo repitiendo “tierno amor qué tal, ya ves suelo retornar…”
…Pero entonces, Sandro es mi favorito y “Para Elisa” es mi canción preferida), y en ese momento ella arquea las cejas embriagándome, pestañea, sorprendida, y me responde, “Qué tal”, y salgo corriendo o de prisa, no sé, sólo imagine usted cuando una persona sale disparada al ver a un fantasma o un muerto vivo; en ese momento me nulifico, me alejo, busco respiración donde no me vean, me repongo del estupor, “Eres un cabrón”, me dije, “…un fantasmoso imberbe, capaz de tirar más de diez piedras a los terribles y represivos policías, en menos de un minuto y no puede lanzarle más que dos o tres palabras a mi bella amada, que espera la llegada vespertina para recostarse en mis brazos órficos, regodearse con mis ternuras, con mi susurro afectivo…”
¡Oh no!, no, no, usted no se imagina cómo me encontraba después de esa deserción. Luego de esa situación volví en mí, a mi realidad, y seguí huyendo, me espanto por un ramalazo que recibo de un arbusto que está en la esquina y vuelvo a la estancia de mi hogar, a la tarea escolar, me sumerjo en la filosofía, en el materialismo histórico, tratado en el libro de Víctor Afanasiev, que es el tema a discutir al otro día en el Liceo. También me pongo a leer, releer versos de los poetas clásicos españoles, Machado, Lorca, Quevedo, Góngora, y otros, usted debería imaginarse cómo me gustan estos poetas, es mi pasión; luego mi madre me acaricia el pelo, ¨¿Dónde estabas?”, me espeta, “…te ves un poco asoleado” (“querrá decir azolado”, pienso), “..a esta hora siempre estudias y hoy estabas en la calle”, continúa ella.
Silencio de mi parte, sólo un gruñido de aprobación, sigo tratando de escabullirme de su mirada, me concentro en la materia de estudio, pero regreso a mi Elisa, a la materia risual de su boca, que más que filosofía sensual, es pasible de ser tocada con impulsos suaves pero densos, boca apacible como la noche fría o de juerga navideña, un poema, una canción que canto arrimado a su pecho; regreso a sus labios entreabiertos, a sus ojos azorados, a su entre cejas; llega mi madre con un vaso de jugo, quizás para hidratarme, mi salvación, salgo de esos ojos grises que le he descrito y me lanzo a la realidad..
“¿Y cómo está Felicia?”, me pregunta, “Ella está bien, debe estar estudiando ahora, tiene una prueba mañana”, la evado y vuelvo al silencio, que es mi confidente en estas horas aciagas pero de feliz mansedumbre, silencio interrumpido por mis hermanos menores, principalmente Nelson y Víctor, que merodean mi entorno, brincan, juegan al “Topao” o al “Escondido”, o a “Flor y convento, convento sin flores, que vayan y que vengan y no se entretengan… que me traigan pétalos de margaritas¨, y arman algarabía, no me molestan porque no tengo que concentrarme, sólo pienso en ella, en su lacio pelo, renegrecido pelo descansando sobre su terso cuello, y el corpiño del polosher sin mangas, con mantarrayas, atravesando su candoroso cuerpo, que sólo se ve desde la cintura a la cabeza.
“Niños, cuidado que se dan un golpe”, es mi madre que me saca del sopor, vuelvo a las páginas del libro de filosofía, al materialismo histórico, me concentro, hasta ahora la radio estaba prendida, sintonizada en HIZ, pero no escuchaba nada, no interrumpía mi lectura, mejor dicho, mi pensamiento, ni siquiera la bulla en el patio de las vecinas, descansando, jugando bingo debajo del ramal de chinolas enredado al árbol de manzanas de oro, y cantando “Pinta, Pintintín, La Mano”, ni los ladridos de los perros me estorbaban, ni el correteo de los gallos, delante de los perros, huyendo de éstos; nada me sonsacaba, ni mi padre desde su habitación marital pidiendo clemencia, “Por favor, dejen el retozo”, el pobre desde las 4 de la madrugada levantado para buscársela en el Mercado Público, y en ese preciso momento sonó en la radio la voz del locutor, con un programa especial de Sandro, “Y desde ahora hasta las cinco de la tarde la voz de América, Sandro, sus mejores melodías, te acompaña desde ahora Ramón Sanabia Juliao”, desde entonces en cada presentación del tema musical estoy inquieto, hasta que sonó “Para Elisa, puedo dar la mejor de mis sonrisas…” y comienzo a suspirar, yo que me había concentrado en mi tema filosófico.
¡Oh!, cómo tintinea en mis adentros el gorjeo de Sandro y su arpegio musical angelical, “Para Elisa tengo ansias que se confunden con la brisa”, y ahora sí me solidarizo con mi padre por el silencio para que él pueda descansar apaciblemente, “…para Elisa que es mi vida”, y salgo al patio y le reclamo a las vecinas silencio, que el viejo descansa, este es el momento de volver a ella, pierdo de vista el libro, estorbo a destiempo, me arrellano en el mueble sofá, cruzo las piernas y observo el techo desteñido y ahora suena el piano, estridente, melodioso, melancólico, sulfurado, con su tintineo, y la voz varonil, estentórea y melancólica, a veces llorona, a veces de gorjeo chillante, forzoso, de Sandro, atronando mis sentidos, mi estulticia musical, que no resisto más, “…para Elisa que es mi amor”…
…Y mi madre suspendida, mirándome así, en esa pose y como en las nubes, pensará “…qué le pasa a este muchacho, desde ayer lo veo medio raro”, y sigo cavilando, mire usted, atisbando, y yo muy quieto, quedo, quitado de bulla, silente, espacioso, aletargado, subsumido en los recuerdos elisanos; el techo de zinc parece que se me viene encima, las paredes me aplastan y es que Sandro entonó el último verso, “…para Elisa es este amor.”
Luego regreso a mi materialismo, acudo a Descartes, “Ya no más pensar en ella para existir”, me digo, emprendedor, contumaz, “…ya no más substrato imaginario de sus fases juveniles, de la Elisa encantadora”, me repito, intento desligarla de mí y lo consigo, por momento, recuerdo que yo tenía reunión en el “Club Cultural y Deportivo Los Juveniles”, a las 6 p.m. y son las cinco y algo. Salto de un brinco del sofá, por momento mi cama lujuriosa, me cambio, uso el jeans Livae, agarro una camiseta tisher con la efigie del El Che en la espalda, en donde está con boina negra, adornada con una estrella roja y un habano entre los labios.
Salgo a la calle, llena de bullanguería, ruidos intermitentes de vehículos, un altoparlante en el colmado, hombres y mujeres caminando, suena en la radio “Viejo, mi querido viejo, ahora ya camina lerdo, como perdonando el tiempo”, lo más reciente de Piero, gente saliendo del trabajo, estudiantes que acuden al Liceo nocturno, personas ensimismadas sentadas en las aceras frente a sus casas refrescándose después que el resol de la tarde se eleva, o en espera que este vapor se disuelva definitivamente y así ellos y ellas poder entrar a la casa y ver la telenovela en boga, “La Gata”, de increíble teleaudiencia, o ver los noticieros, y niños y jovencitos jugando béisbol con pelota de goma, bateándola desde el contén que enmarca la calzada, a falta de un play…
…Y ya en el Club, a punto de iniciarse la reunión, se teoriza, “que las actividades culturales hay que ligarlas a la política, al proceso de defensa estudiantil, de la conciencia; que debemos orientar a los obreros, crear conciencia progresista al vecindario; y qué decir de las actividades deportivas ligadas a un proceso de concientización como elemento cultural de avanzada política…
” Yo le digo una cosa a usted que no me lo va a creer; mientras en el Club se discuten estos temas súper candentes, yo en cambio, por momento, regreso a sus ojos, a su pelo, a su rostro entero, argento, penetrable, pero de pronto vuelvo a la realidad, me despido, retorno a mi casa, ya no hay más espacio agradable que mi habitación, que comparto con mi hermano menor. Ya allí en seguida, como magia, organizo, “…cosa rara en mí”, dice mi madre.
Y dejo que pase el tiempo, que ya no es tiempo, sino ilusión, convergencia de todo, de la realidad detenida y la musicalización atemporal del sueño que no logro alcanzar, y la ruleta que rueda y rueda sin parar, violenta, indefinidamente, como una cinta megafónica, un sinfín, y de pronto la veo, toda ella, a Elisa, la de mis ilusiones, una virgen, y se me ofrece, de cuerpo entero, se sienta en mi cama, mi rostro se desvanece, ha colocado sus dulces manos sobre mi mano y luego en mis ojos, como queriendo retenerlos con sus escuálidos dedos, que son angelicales y dulcifelinos y parsimoniosamente y sin parafernalia eleva su sedoso vestido que desde el ruedo de la falda ha levantado, subiendo, hasta traspasarlo por su cuello magnífico y queda inerte, estampada, estatual, como esperando un gesto mío, un murmullo, un alarde gutural, y suavemente se confunde con mi cuerpo, arropa todo mi esqueleto, ya transparente, ya virginal, frío; inicio mi ascenso, me sumerjo en su entorno, mi mente entre su ramificada cabellera, que es selva abrupta, túnel insondable, y escruto su lánguido cuello, bordado por un brilloso azabache enhebrado, impérfido, que es su pelo, desciendo, busco sus colinas inminentes, inclinadas, dadoras humectantes, sus montañas de “Gólgota rosa”, rumiantes, altivas, cimas ágiles, citadinas, sinuosas, inescarpadas, para caer en el llano de su pradera con sus arbustos y matorrales, prado verde hecho vergel, hecho canción para ser abordado por aves agoreras y de rapiñas como yo; y araño, rastrillo todo su entorno sanguíneo, husmeo su fértil vientre, su candor, incendiando mi voz y me llena de fermento frutal, de néctar olímpico como la flor de cundeamor en primavera…
…Y un remolino indescriptible se apodera de mi cuerpo, se aceleran los vasos comunicantes de la pasión, un ritmo voluntarioso recorre todos los intersticios, todos los rincones, todos los puntos álgidos de los sentidos, detenidos, y se inicia un descaecimiento total, y resuenan los latidos como una sinfonía que de in crescendo pasan a leit motiv atonal, latidos que son apagados súbitamente por una voz impertinente que llama a la puerta de la habitación despertándome de un letargo que parecía interminable, lleno de placer hedónico, adánico…
“Antonio, Antonio, te buscan”. Alguien llama y siento nostalgia por una empresa onírica natimuerta, ida a destiempo, aún por terminar. Sin molestarme por la llamada a destiempo de mi hermano, me levanto, 8 p.m., para atender mi visita imprevista; era Jesús el Mello, amigo de infancia que quería caminar por las calles citadinas en busca de chicas escolares, a las que él había prometido visitar en horas nocturnas; pero imploré que lo hiciéramos otro día.
Después me volví a recostar, pero a leer un poco hasta que el sueño me embargó de nuevo, buscando su imagen perdida en el sueño anterior. Al otro día nada, todo siguió igual, el recorrido hacia el Liceo, los saludos, las discusiones en clase, en el juego de volibol las chicas porritas, animando a su equipo, en hot paint, los pantaloncitos calientes insinuantes, diciendo “Uuuuurrra uuurrra rrraá rrraá rrraaá Los Silvers, los Silvers, son los que van”, y las miradas incisivas de la fanaticada masculina; en el básquet en recreo, conversaciones un tanto íntima con Felicia, su reclamo de que yo no la llamo o no he ido por su casa, me excuso, “Actividades del Club”, le digo, “…muchos estudios, tú sabes, para el examen; ayudando al viejo en sus labores vespertinas, también a la vieja ordenando la casa y en su rifa de la Lotería y en el juego de Bingo”.
Luego a la salida del Liceo, acompaño a Felicia, silencio o algunas palabras, secas, insignificativas; al llegar a la esquina que se dobla para su casa me detengo, ella se extraña, me mira, fijamente, duda, espeta con los ojos, con un gesto ritual de sus labios, y yo, pensando, “…no puedo acompañarla hasta su casa, es el camino inevitable que conduce a la casa de Elisa, y si me ve con ella, qué diría, que es mi novia, mi amante”, y pensar que Felicia sólo es una de tantas chicas que se enamoran solas de los líderes estudiantiles o clubísticos; sepa usted, mi querido amigo y compañero transitorio de esta fría celda, que se lo digo y no me ufano de decírselo, aunque hay muchas que sí son políticas, pero Felicia no, ésta se apega a mi condición de dirigente, pero yo no la amo, sólo me entretengo un rato libre con ella, y ella “…y qué, no me vas a acompañar”, me interroga, pido disculpa, excusa, “…mi cabeza no anda bien, se asoma un dolor, fue el sol recibido en la cancha, te visitaré esta tarde”. Por instinto espontáneo miré su cabellera buscando un residuo, un resquicio que me llevara a Elisa, pero fue en vano, no había parigual. Desde ese momento, en mí, este gesto visual, de estar mirando cabellera se convirtió en algo mecánico, reiterándose
en todas las muchachas que pasaban a mi lado o estaban paradas o sentadas en el trayecto, miraba su pelo como buscando la inminencia de su figura, otra Elisa, que me embargara, me colocara en otra situación. Ante la mirada insólita o inusitada que dirigí a su cabellera montaraz, Felicia sintió como un aliciente inconcluso, difuso, luego ella pronunció un “Chao” imperceptible, opaco, gorjeante, inesperado, y girando su pequeño cuerpo, serpentino y violinístico, salió rauda y veloz con la mirada intranquila, pero altiva, abandonando el lugar que formaban la esquina hacia la calle de su casa, pasando por la de Elisa, y la calle que conducía a mi casa, “Separación oportuna”, pensé y seguí pensando con discordia disimulada, en sus apretados dientes y algún ápice de suspicacia al decir adiós. Entonces me siento libre, pero culpable, es la conciencia revolucionaria que asoma, trato de suavizarla, de tranquilizarla, le voceo “Mejor te veo esta noche, guárdame una limonada”, pamplina, esto es inaudito.
Llego a mi casa y me sumerjo en mi mundo, el mundo que es ella, desde que la vi ya no sé de mí, algo hay que hacer, pasan los días y no logro conectarme con ella, de su sonrisa frágiltierna, y al domingo siguiente, al final de la tarde o casi oscureciendo regreso a su puerta, al postigo de mi ilusión, al marco de su vergel, a su estatura posible que es ventana para mis suspiros, y margen entre respiraciones cadenciosas, sinuosas; el postigo y ella arrimada al postigo se llenan de cielo púrpura en cada anochecer; pero esta vez encuentro la puerta de par en par, abiertas sus dos hojas, no está en el postigo de la puerta, escudriño su rostro con ojos avizores y escurridizos a un tiempo, los míos, señor mío, los de ella no, los ojos de ella son luminarias, y busco el interior de la antesala alargando la mirada, husmeo sus ojos grises, su pecho prominente, su boca de encendido pétalo carmesí, y cientos de ráfagas y centellas se nublan sobre mí, luces magmáticas nublan mi estancia; temblores, calambres, y tartamudeos impronunciables acuden a mi cuerpo, y jadeos ininterrumpidos; párpados caídos me subyacen, y tintineos próximo al paroxismo, se sumergen en mi torrencial sanguíneo, que me paralizan en todo, cuando la vi, pero no por verla simplemente, como se ve a la bella amada, a la Dulcinea de mis pasiones y de manchegas llanuras, a la Artemisa en donde subyacen lujurias y eternidades, a la mujer que se posesiona del tálamo del hombre y que lo traspasa hasta en los sueños.
No, no fue por eso, mi querido amigo, sino al ver a su lado a otro joven que no era yo, irritando con sus manos indelicadas, inmundas y sumisas, macilentas, su pelo lacio, escrutando con sus ojos de alma de arpía sus ojos grises, que en ese momento ella los tenía, cómo le diría, bueno, eran incólumes, incoloros; era un joven, sí, aparente, emitiendo de sus labios habladores, insolentes, las frases candorosas que ella espera recibir, y que era yo quien debía decirlas…
¡Oh de mí!, usted no se imagina, ¨andé y desandé¨, recorrí calles y callejones inconscientemente, sin evitar el peligro, sin comprender que las noches ya no son tan largas, se acortan con toques de queda, amenazas, asechanzas furtivas, represiones temerosas, con redadas dirigidas, compulsivas e impulsivas, buscando chivos expiatorios o justificando restablecer el orden social, la paz alborotada, el sistema establecido.
Ya tarde de la noche fue cuando tomé conciencia del asunto, y sin darme cuenta, de pronto, me vi acorralado, “Métase ahí, qué usted hace a esta hora de la noche, ¿eh?, alborotando el orden, ¿eh?, ¿eh?”, expresó el oficial que me mandó a trancar por andar tarde en la noche sin rumbo fijo, y fue así que me encerraron en estas cuatro paredes, que desde anoche hasta ahora, 3:15 p.m. le estoy acompañando y ya van más de 15 horas y no veo el milagro de que el abogado del Partido logre zafarme de estos fríos barrotes que queman mis manos blandas, las manos ansiosas que, aún, quieren abrazar a Elisa.
-Enero, 2002-
De… AL FINAL DE LA ESCAPADA…
y otros cuentos desempolvados, 2004.
El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático en O&M, UTESA. Escritor: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.
E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com.
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