Por Leonardo Gil
La República Dominicana cerrará el año con cifras que, en términos macroeconómicos, permiten hablar de estabilidad y crecimiento. Los indicadores muestran un país que avanza, que atrae inversión y que mantiene el rumbo en una región marcada por la incertidumbre. Sin embargo, hay una sensación difícil de ignorar: ese progreso no convence.
No hay estallido social, ni crisis institucional abierta. Pero tampoco hay entusiasmo. Lo que se percibe es algo más sutil y, por eso mismo, más peligroso: cansancio, desconfianza y desapego silencioso.
El problema no es que el país no crezca. El problema es que el crecimiento no se siente de manera uniforme ni se traduce en una mejora clara de la vida cotidiana. Para amplios sectores, las cifras macro no dialogan con los servicios públicos que reciben, con el costo de la vida ni con la calidad de las oportunidades.
Durante años, la política dominicana funcionó bajo una ecuación relativamente estable: progreso económico a cambio de gobernabilidad. Mientras la gente percibía avances, aceptaba las imperfecciones del sistema. Hoy esa ecuación muestra signos de desgaste.
La nueva ciudadanía compara, exige y cuestiona. Vive conectada, observa otros modelos y evalúa su realidad con parámetros distintos. Ya no basta con decir que el país va bien; la gente quiere sentir que su vida va mejor.
A este escenario se suma un factor decisivo: la confianza. Los casos de corrupción, la distancia entre el discurso oficial y la experiencia cotidiana, y la percepción de que las decisiones se toman lejos de la gente erosionan lentamente la legitimidad institucional.
Las instituciones pueden seguir funcionando y, aun así, perder credibilidad. Cuando eso ocurre, la democracia entra en una fase delicada: cumple con las formas, pero se vacía de convicción.
El riesgo no es inmediato ni espectacular. No se manifiesta en protestas masivas ni en rupturas abruptas. Se expresa en la apatía, en la abstención y en la idea cada vez más extendida de que participar no cambia nada.
Las democracias no se sostienen solo con crecimiento económico ni con estabilidad administrativa. Se sostienen con confianza, con sentido y con la percepción de que el sistema responde a la gente común.
La idea incómoda es esta: un país puede crecer durante años y, aun así, debilitar su democracia si ese crecimiento no se traduce en esperanza, justicia percibida y confianza ciudadana.
La pregunta que queda flotando, y es simple pero perturbadora: ¿qué ocurre cuando una democracia se sostiene por las cifras, pero deja de sostenerse por la fe de su gente?
El autor es consultor comunicación política y de gobierno
Descubre más desde Notiultimas
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
