Leonardo Gil
La República Dominicana cierra el año con indicadores que, sobre el papel, lucen razonablemente bien. Crecimiento económico sostenido, estabilidad macroeconómica, reconocimiento internacional y una institucionalidad que, al menos en apariencia, sigue operando sin sobresaltos. Sin embargo, hay algo que no cuadra: el malestar persiste.
No hay estallido social, pero hay desconfianza. No hay crisis abierta, pero hay desencanto. No hay colapso institucional, pero sí fatiga democrática.
El país funciona. Pero no convence. Y esa diferencia es más peligrosa de lo que parece.
A diferencia de otras sociedades latinoamericanas, la dominicana no suele expresar su inconformidad en las calles, salvo en periodos electorales cuando la oposición multiplica todos los errores reales o supuestos del gobierno y donde el gobierno tiende a justificar todas las bonanzas supuestas o reales. En tiempos normales aquí el descontento es silencioso, individual, disperso. Se manifiesta más en la conversación privada que en la protesta pública. Más en la abstención que en la confrontación. Más en la burla que en la indignación organizada.
Ese silencio ha sido malinterpretado durante años como conformidad. No lo es. Es resignación. Y la resignación no estalla: se acumula.
Uno de los rasgos más visibles del momento político actual es la distancia creciente entre las instituciones y la ciudadanía. No porque las instituciones hayan dejado de funcionar, sino porque han dejado de convencer.
La gente percibe que las decisiones se toman lejos, que los procesos son técnicos pero poco empáticos, que el lenguaje oficial es correcto pero vacío. Se gobierna con procedimientos, pero se comunica sin alma.
Durante décadas, la política dominicana se sostuvo sobre una promesa implícita: progreso gradual a cambio de estabilidad. Esa ecuación funcionó mientras la mejora material era visible y constante. Hoy, sin embargo, la expectativa ciudadana ha cambiado.
La nueva ciudadanía compara, exige y cuestiona. Vive conectada, informada, expuesta a otras realidades. Ya no mide el éxito solo por crecimiento económico, sino por calidad de vida, servicios y justicia percibida.
Uno de los grandes déficits actuales no es de gestión, sino de sentido. Se hacen cosas, pero no se explica para qué. Se ejecutan obras, pero no se conectan con un proyecto país comprensible.
Las sociedades no solo necesitan resultados; necesitan relato. Cuando ese relato falta, el vacío lo llenan la sospecha, la desafección o el cinismo.
Tal vez el mayor desafío de la República Dominicana hoy no sea económico ni institucional, sino emocional y simbólico. Un país que funciona, pero no entusiasma.
¿Puede una democracia sostenerse mucho tiempo solo funcionando, sin volver a convencer a su gente de que vale la pena creer en ella?
El autor es consultor en comunicación política y de Gobierno.
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