¿Reivindicando a ‘los malos’?

Guido Gómez Mazara

La principal lealtad de todo militante político anda asociada con la consistencia en la defensa de los valores que dieron origen a la organización. Inclusive, la ruptura éticamente válida radica en desplazarse hacia un nuevo espacio afín a las reglas originales, degradadas y desvirtuadas por las distorsiones que hacen incompatible la coherencia entre las ideas defendidas históricamente y negadas en el poder.

Es irónico, pero la escasa diferenciación entre los actores partidarios no hace sorpresivo el salto de una organización a otra. Ahora bien, la dosis clientelar y su carga de descomposición provocan que la transformación en la militancia partidaria obedezca a factores divorciados de aspectos ideológicos y programáticos. Lo usual es que el oportunismo salvaje, el factor dinero, intrigas internas y sed de retaliación, produzcan una bomba perfecta para habilitar el terreno de aspiraciones cortejadas por gestos de receptividad y apertura en la selva política.

Resultan cantinflescos los argumentos tendentes a justificar las piruetas del ejército de tránsfugas que cambian de partidos como de ropa interior. Y con la gravedad de que, casi siempre, el desplazamiento llega al partido en el Gobierno y los promotores del recibimiento de los «nuevos agraciados» olvidan el atractivo «ideológico» del presupuesto nacional. ¡Qué chistecito!

El PRM no puede exhibir rasgos de diferenciación reproduciendo los mismos esquemas del PLD. En su ejercicio de poder, tan terribles fueron, que vía Banco de Reservas garantizaron un préstamo a Vargas Maldonado en medio de una campaña presidencial y frente a todas las recomendaciones negativas de instancias institucionales de la entidad financiera, en interés de una causa estrictamente electoral, lo concedieron. Después llegó el festival de saltos, juramentaciones, compras hasta colocar en el órgano electoral a militantes partidarios. De ahí la escasa autoridad moral del PLD en cuestionar los malsanos procedimientos de estímulo al transfuguismo. Ahora bien, dos errores no conducen a una razón que justifique aplaudir aberraciones e inmoralidades en el terreno de la elemental decencia política.

Aplaudir al políticamente inconsistente genera un efecto traumático en el militante leal. Y es muy sencillo: siente que un retorno en medio del oropel envía un mensaje funesto a las tropas partidarias, tradicionalmente desdeñadas, que se indignan con sobradas razones al observar que su otrora inquisidor disfruta de las ventajas y consideraciones, jamás dispensadas en favor de quienes nunca tomaron vacaciones.

Reivindicar a los clásicos villanos de la partidocracia no es una buena señal.


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