Por Luis Martín Gómez
En la ciudad hay un gigante. No es tan inteligente como la leyenda lo pinta, pero se puede decir que tiene buen tamaño, unos doce pisos de altura, a ojo de buen cubero.
Llegó a su actual condición engullendo con glotonería el ego de sus colaboradores, las ambiciones de sus compañeros, la codicia de sus competidores, y algún que otro sueño que le fuera cándidamente confiado por un iluso que creyó en su amistad.
Orgulloso de su gigantismo, no solicita las cosas, las arrebata; no pide permiso, atropella; no se excusa, ignora; no elogia los logros ajenos, se burla de ellos; no comete errores, los proyecta en terceros; no se alegra del bienestar de otros, los envidia. Todo lo grande y bueno sólo le sucede a él; si algo positivo le ocurre a otros, es casualidad que procura sepultar con indiferencia o descrédito.
Es ágrafo, pero se atribuye decenas de textos; presume de orador, pero hiere de muerte los discursos; se muestra compasivo sólo si hay cámaras de foto y video registrando el momento; exhibe una calculada gravedad para infundir temor o aparentar profundidad de pensamiento.
Crea falsas crisis cuya solución ya tenía prevista para aparecer como el héroe indispensable; manipula datos y cifras descaradamente para garantizar su permanencia en el trono. Ha sido -mañas incluidas- un gigante exitoso.
Sin embargo, lleva tanto tiempo jugando con sus enanos que ya se nota descuido en sus proclamas y descuadre en sus cálculos. Acostumbrado a la falacia, es incapaz de darse cuenta de las grietas que, como hierbecillas, trepan por sus piernas endebles, su rostro derretido, su pelo entintado.
Tiene miedo el gigante a la caída inevitable y por eso se aferra con todas sus fuerzas al dato ridículo, al truco repetido, al ritual tedioso.
Como el Maligno a la Cruz, teme a la soledad, al teléfono mudo, a los diciembre sin regalos, al «lo llamaré más tarde», al «no puedo recibirlo ahora», al “cómo se llamaba aquel tipo presumido”, con el que invariablemente empezará su olvido.
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