Por Leonardo Gil
En un país donde la cercanía, la militancia y la presencia territorial suelen ser el ADN de cualquier aspirante relevante, el caso de David Collado rompe todos los moldes.
Es, quizá, el político más atípico de la República Dominicana: no se le ve en el barrio, no encabeza caravanas interminables, no responde todas las llamadas, no pertenece a ninguna tribu interna del partido y no ejerce la política desde la emocionalidad tradicional.
Sin embargo, encabeza encuestas, conserva un nivel de simpatía sorprendente, mantiene imagen limpia, no acumula escándalos y carga consigo una narrativa de eficiencia casi indiscutida.
¿Cómo se explica un fenómeno así en una cultura política estructurada por el contacto directo, el clientelismo histórico y la efervescencia partidaria?
La respuesta está en una combinación de factores poco comunes: gestión visible, narrativa moderna, baja conflictividad y una marca personal construida con inteligencia y prudencia quirúrgica.
Collado es, primero, un político tecnocrático. Y lo es en un contexto donde la población –especialmente los votantes urbanos, jóvenes y de clase media– parece cansada de la política estridente. Representa una generación que quiere soluciones y no peleas; resultados y no discursos; pragmatismo y no épica partidaria. Incluso, cuando no está presente físicamente, su presencia simbólica –la del gestor eficiente– llena el espacio que otros intentan ocupar a gritos.
Como alcalde del Distrito Nacional logró lo que pocos logran: transformar tareas municipales en capital político nacional. Y como ministro de Turismo ha convertido una cartera tradicionalmente discreta en un pilar de orgullo nacional, aprovechando un contexto global favorable y una capacidad notable para comunicar resultados sin estridencias. Sus logros en turismo se amplifican porque encajan perfectamente en el deseo colectivo de ver al país avanzar, ser reconocido y proyectar una imagen positiva al mundo.
Pero quizás su mayor fortaleza no sea lo que hace, sino lo que evita: no confronta, no se desgasta, no responde al ruido, no se deja arrastrar por las guerras intestinas del partido. Esa ausencia deliberada de conflicto le ha permitido mantenerse como una figura viable para todos y enemiga de nadie. Es un político que no polariza y que, sin proponérselo explícitamente, se convierte en un rostro de “continuidad tranquila”.
Esto, por supuesto, no significa que no tenga debilidades. La más evidente: carece de una estructura política propia. Muchos dirigentes del PRM no lo sienten cercano, no lo consideran “de la casa”, y algunos incluso lo ven como un cuerpo extraño dentro de la cultura partidaria. En una contienda interna o una elección que requiera movilización masiva, esa distancia puede convertirse en un obstáculo serio. La simpatía abre puertas, pero la estructura gana elecciones.
Y, sin embargo, el fenómeno persiste.
Persiste porque Collado encarna un tipo de liderazgo que refleja las aspiraciones de un país que quiere parecerse más a su sector turístico que a su sector político: ordenado, eficiente, próspero, moderno, predecible. Su atractivo no nace del fervor partidario, sino del deseo ciudadano de tener un líder que “haga el trabajo” sin gritar, sin pelear y sin dividir.
La gran incógnita es si ese liderazgo de simpatía puede convertirse en liderazgo electoral real. Para ganar una elección presidencial no basta con gustar: hay que persuadir, movilizar, organizar y construir una plataforma territorial que sostenga una campaña de largo alcance. El reto de Collado no está en su imagen, sino en su capacidad de convertir seguidores en votos, percepción en estructura, y modernidad en poder.
La política dominicana siempre ha premiado la cercanía. Collado ha sido la excepción. La pregunta es si la excepción puede convertirse en regla.
¿Podrá David Collado transformar su fenómeno en fuerza electoral… o su liderazgo seguirá siendo más valorado que votado?
El autor es consultor Comunicación Política y de Gobierno
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