Por Fernando Arancón
La sanidad es uno de los grandes problemas estadounidenses. El negocio que hay alrededor de aseguradoras, hospitales y médicos ha generado un sistema disfuncional que pocos ciudadanos entienden bien. Los resultados tampoco lo justifican: la esperanza de vida es hoy la misma que hace veinte años.
Con vistas a Central Park y a los pies de la Quinta Avenida de Nueva York, el hospital Mount Sinai es considerado uno de los mejores del mundo, y por eso también es de los más caros. Allí, una operación cardiaca puede costar hasta 275.000 dólares y una cesárea hasta 55.000. Eso sin contar con otras pruebas, hospitalizaciones o tratamientos. Refugio habitual de famosos y de la élite nacional e internacional, el hospital, fundado a mediados del siglo XIX para la desatendida comunidad judía neoyorquina, también atiende a colectivos empobrecidos de los barrios de Harlem, Brooklyn o Queens. Por esa razón forma parte del tipo de hospital más común en Estados Unidos: aquellos sin ánimo de lucro.
Estos contrastes del Mount Sinai avanzan un problema mayor: el sistema sanitario de Estados Unidos es una compleja maraña de hospitales, pólizas de seguro, copagos y burocracia. Se trata de un sistema de salud privatizado de mala calidad, caro, ineficiente y que, lejos de reducir desigualdades, las aumenta. Tanto es así que en 2022 había veinticinco millones de estadounidenses —un 8% de la población— sin cobertura sanitaria.
Los resultados de todo esto son malos. En 2022, Estados Unidos invirtió el 16,6% de su PIB en salud, cuando la media de países similares rondaba el 11%. Si lo habitual en las economías de la OCDE es que por habitante se inviertan entre 4.000 dólares —Portugal, Italia o España— y 8.000 —Alemania o Suiza—, en Estados Unidos la cifra se dispara hasta superar los 12.500 dólares por habitante.
Esta inversión debería verse reflejada en la calidad de vida de los estadounidenses, pero no es así. De media, en 2022 la esperanza de vida en la OCDE era de algo más de ochenta años; en Estados Unidos no llegaba a 76 años y medio, un dato similar al de Croacia o Argentina. Y si la foto estática ya es mala, la evolución es peor: la esperanza de vida en Estados Unidos no creció entre 2010 y 2019. Fue el peor dato de entre 48 países. Luego llegaría la pandemia, y su esperanza de vida se redujo en 2,4 años. Aunque en 2022 aumentó a los 77,5, el dato actual equivale al de 2004.
Hay más factores que influyen en la mala salud de los estadounidenses —la alimentación, el sedentarismo, la escasa prevención o la crisis del fentanilo—, pero el sistema sanitario juega un papel central. O más bien, la falta de reformas en él. Como ocurre con el debate de las armas de fuego o la violencia policial, un sistema sanitario cimentado sobre lo privado y sobre los seguros de salud se ha convertido en un elemento identitario de ciertos sectores, en especial dentro del Partido Republicano. El sistema no puede cambiar porque es su sistema, el estadounidense. Una vez más, la visión excepcionalista que el país tiene de sí mismo le supone un obstáculo y no una ventaja. Pero para entender por qué el sistema no cambia es fundamental comprender cómo funciona.
Hospitales y seguros, los pilares del sistema
El sistema de salud estadounidense está privatizado casi en su totalidad. Los hospitales, médicos, ambulancias y hasta los fármacos son de titularidad privada o siguen una lógica privada. Esto no quiere decir que el Estado esté ausente. Algunas instalaciones son públicas y, sobre todo, la mitad del gasto sanitario en Estados Unidos es público. En 2022, bajo la presidencia de Joe Biden, el Gobierno federal empleó casi 1,5 billones de dólares en cubrir los gastos sanitarios de aquellas personas cubiertas por programas públicos de salud. Además, dejó de ingresar 300.000 millones de dólares por deducciones y exenciones fiscales relacionadas con los seguros privados.
La mayoría de este gasto se da en tres tipos de hospitales: sin ánimo de lucro, con ánimo de lucro e instalaciones estatales o locales. Los hospitales sin ánimo de lucro suponen un 58% del total. Sin embargo, el nombre no debe llevar a engaño. El mencionado Mount Sinai es uno de ellos, y no por eso es barato. El gran matiz es que muchos de estos hospitales pertenecen a fundaciones, universidades o congregaciones religiosas que, sin renunciar a la rentabilidad del negocio, también buscan servir a colectivos específicos, realizar investigaciones o tener un impacto en determinadas comunidades. La Clínica Mayo, en Rochester, Minnesota, considerada la mejor del mundo, o el Hospital General de Massachusetts, asociado a la Universidad de Harvard, son dos ejemplos.
Después están los hospitales con ánimo de lucro, alrededor de un 24%. Estas instalaciones buscan exclusivamente la rentabilidad. Muchos de ellos pertenecen a grandes empresas que han desarrollado cadenas de hospitales e incluso cotizan en bolsa. Tal es el caso de HCA Healthcare, Legacy Lifepoint Health o Prime Healthcare Services. Todas ellas poseen decenas de hospitales repartidos por todo el país.
Por último, los hospitales públicos de titularidad estatal o local suponen cerca de un 18%. No suelen ser los mejores, pero son muy importantes en entornos rurales, donde otras instituciones, y sobre todo el mercado, no están demasiado interesados. En estados como Wyoming, Iowa, Kansas o Misisipi, este tipo de instalaciones suponen más del 40% de los hospitales, mientras que en los estados del noreste, más urbanos y económicamente potentes, no suelen ser más del 5%.
Pero vayas al hospital que vayas, debe ser con un seguro. Desde la aprobación en 2010 del Affordable Care Act, el plan sanitario conocido como Obamacare, es obligatorio para cualquier ciudadano tener un seguro de salud. Este se puede conseguir principalmente mediante tres vías: que lo abone el empleador, que lo pague cada persona o que el Estado lo provea. Del 90% de la población que, aproximadamente, tiene un seguro de salud, un tercio lo hace a través de la cobertura pública y dos tercios mediante seguros privados.
Los seguros de salud que vienen a través de la empresa son los más habituales. En Estados Unidos es frecuente que el empleador, además del salario, añada al puesto de trabajo una serie de ventajas que hagan más atractiva la oferta. Uno habitual es un plan de pensiones privado; otro, más revolucionario, tener días de vacaciones pagadas —en Estados Unidos no hay un mínimo legal—, y uno de los más comunes es el seguro de salud. Este suele abarcar al trabajador y a su familia, por lo que una buena póliza es valiosa para parejas con hijos o donde hay alguna enfermedad crónica. También es útil para las empresas: pueden deducirse impuestos y conseguir mejores precios de las aseguradoras si tienen cierto volumen de empleados.
Pero tener un empleador no garantiza un seguro. Tampoco que, de tenerlo, la póliza ofrezca una cobertura interesante. En ese caso, mucha gente elige costearlo de su propio bolsillo. En 2024, el precio medio de un seguro individual en Estados Unidos fue de 477 dólares al mes, aunque la horquilla más habitual sitúa su precio entre los trescientos y seiscientos dependiendo del estado, la edad o el tipo de trabajo. Y si alguien no está cubierto por su empresa y tampoco puede pagar un seguro de su bolsillo, existen los seguros públicos, que tampoco son gratuitos. A través de una cuota subvencionada, se puede acceder a uno de los dos programas principales: Medicare y Medicaid.
Medicare está pensado para las personas con más de 65 años y para personas con alguna discapacidad. Tiene un plan básico y uno más avanzado que también cubre los medicamentos. Medicaid, por su lado, se orienta a las personas con bajos recursos que no pueden abonar un seguro. Sin embargo, los criterios para poder acceder a este seguro y sus ayudas dependen de cada estado. Incluso diez de ellos todavía no han aprobado entrar en el sistema —dos demócratas y ocho republicanos—. Además, estos programas públicos no cubren a los inmigrantes que residen de manera irregular. Salvo que se lo puedan pagar por sí mismos, están completamente desprotegidos.
Podríamos pensar que con estos programas los estadounidenses tienen asegurada una cobertura aceptable, pero no es así. A esto se suma el 8% de ciudadanos que no pueden acceder a un seguro y el 43% de adultos que tienen un seguro por debajo de sus necesidades reales. Además, cada estadounidense tiene que desembolsar al año 1.400 dólares en copagos de media, porque su seguro no lo cubre, algo que a menudo también deriva en deudas hospitalarias. El propio Gobierno de Estados Unidos estima que sus ciudadanos deben más de 220.000 millones de dólares por tratamientos que no han terminado de pagar.
Pagar un riñón: por qué es un sistema tan caro
Salvo contadas excepciones, los seguros de salud no cubren todos los tratamientos y gastos que tiene un paciente. Ni siquiera los públicos. Medicare, por ejemplo, cubre los primeros sesenta días de hospitalización. A partir de ahí el paciente tiene que abonar de su bolsillo entre cuatrocientos y ochocientos dólares —o incluso más— por cada noche extra. Y es que la figura del copago es otro elemento clave del sistema. Por lo general, los seguros suelen estar divididos en cuatro categorías: bronce, plata, oro y platino. Aquellos planes de bronce, además de una cobertura más limitada, tienen copagos de hasta el 40%, mientras que los seguros de platino reducen el copago hasta el 10%.
Pero la calidad de los metales se ve cuando toca ir al hospital y el seguro debe desembolsar su parte. Si los tratamientos, pruebas y cuidados que un ciudadano recibe entran en su póliza, el seguro deberá hacerse cargo de la parte que le toque y el paciente de la suya mediante el correspondiente copago. Estos copagos tienen un límite por ley: 9.450 dólares por persona al año o 18.900 si se trata de una familia. Si se ha alcanzado ese límite, el seguro deberá hacerse cargo del resto.
Esto contrasta con otro dato: tres millones de estadounidenses deben más de 10.000 dólares al hospital. Como siempre, el diablo está en los detalles. La mayor parte de la deuda sanitaria no está tanto en los copagos sino en lo que el seguro no cubre. Porque cualquier tratamiento que reciba el paciente y que no esté cubierto por la póliza o que el seguro considere que no ha sido “médicamente necesario”, deberá abonarlo el paciente.
En Estados Unidos es muy fácil sobrepasar los límites del seguro y acabar pagando del bolsillo propio. Algunos de estos costes hasta tienen nombre: facturación sorpresa. Un caso frecuente es el de las ambulancias. Muchos seguros no las cubren y, aunque sea necesario —un accidente grave, por ejemplo—, corre a costa del paciente aunque todavía no lo sepa. Y el susto puede ser importante: el precio de un traslado en ambulancia ronda los 1.300 dólares. Ocurre lo mismo al elegir un hospital para recibir el tratamiento. La mayoría de seguros no cubren cualquier centro, sólo aquellos con los que la aseguradora tenga acuerdo. Si un paciente quiere recibir el tratamiento en otro, deberá pagarlo todo de su bolsillo.
La incertidumbre que genera la cantidad de agujeros en el sistema de copagos y seguros viene acrecentada por otro factor: en Estados Unidos hay libertad total a la hora de fijar precios. Aunque muchas instituciones publican los precios de los tratamientos y pruebas más comunes, dos hospitales contiguos pueden tener precios diametralmente opuestos. La teoría tras esto es que la competencia y la liberalización del mercado tiende a abaratar los precios y dar un servicio de mayor calidad. En realidad ocurre todo lo contrario.
Un simple análisis de sangre puede costar desde once dólares hasta casi mil; una prueba de rayos X, de cincuenta a mil; una cesárea, de 7.500 a más de 24.000; una operación de apendicitis, de 33.000 a 48.000, o el tratamiento de un cáncer de mama, de 20.000 dólares a más de 100.000. En estos precios no está incluida la hospitalización, los medicamentos o la rehabilitación. Pero, ¿por qué hay horquillas de precio tan amplias? ¿Hay precios inflados para agrandar el margen de beneficio? Sí, pero también un sistema ineficaz que encarece los costes de muchas operaciones y tratamientos. Incluso existen incentivos perversos.
El sistema de seguros en Estados Unidos es muy difícil de entender. Tiene muchos supuestos, detalles y matices. No lo entienden ni ellos mismos: el 51% de los estadounidenses con seguro no comprende bien al menos un aspecto de su póliza, y más de un tercio reconoce que no tiene claro qué cubre su seguro y qué no. Además, la gestión de millones de pólizas exige un ejército de administrativos que inflan las plantillas de las empresas aseguradoras y sanitarias. Es el primer ladrillo de unos costes sobredimensionados que luego se trasladarán a los precios. Si en la OCDE los gastos administrativos y de gestión suponen de media un 3% del gasto sanitario total, en Estados Unidos supera el 8%.
Las pólizas y tratamientos también se encarecen por la guerra soterrada de aseguradoras y hospitales. Las primeras buscan ahorrarse el mayor dinero posible en pagos que no les corresponderían, mientras que los hospitales buscan inflar los precios de los tratamientos cubiertos por el seguro para sacarles el mayor dinero posible. Y esto también se aplica a los seguros públicos. Por lo general, esta situación se suele resolver con negociaciones y acuerdos intermedios que, pese a ello, han llevado los precios al alza.
El mercado tampoco funciona bien. Uno de los grandes problemas del sector es su elevada concentración. Esto quiere decir que un paciente —en realidad cliente— tiene pocas opciones disponibles para echar mano de un tratamiento. Por tanto, no puede elegir el más barato o el mejor de entre muchos. Normalmente se tiene que conformar con lo que hay. Salvo en las grandes ciudades, donde hay más variedad hospitalaria, en muchas zonas de Estados Unidos los ciudadanos tienen pocas opciones. Sin llegar a ser un oligopolio, es un mercado muy rígido que fomenta que los hospitales tengan mucho poder fijando precios.
Pero el problema no está sólo en los hospitales. También en los médicos. Completar la carrera en cuatro años tiene un coste medio de 235.000 dólares, a los que se suma la estancia si se estudia lejos de casa. Además, los hospitales son reacios a subvencionar los estudios de sus potenciales médicos y son restrictivos en cuanto a incorporar nuevos médicos a sus plantillas. El resultado es un déficit crónico de facultativos y un aumento de sus salarios acorde a su escasez. Si el salario medio en Estados Unidos ronda los 60.000 dólares, el de un médico supera los 360.000, es decir, seis veces más. Otro factor que encarece las facturas sanitarias.
Cuando Estados Unidos pudo elegir otro camino
En las últimas décadas, cuando se ha planteado la reforma del sistema, un argumento recurrente para no tocarlo es que es el sistema natural de Estados Unidos, algo así como el único camino que podía haber tomado el país a lo largo de su historia. Pero esto no es cierto. Es más, Estados Unidos estuvo cerca de tener un sistema muy diferente al actual.
El primer sistema de salud en Estados Unidos se suele situar en los años posteriores a la guerra de Secesión (1861-1865). Influía la propia guerra, ya que miles de soldados habían quedado incapacitados. Hoy en día aquellos centros han evolucionado en los hospitales federales para veteranos. Por otro lado, aunque los hospitales civiles en esa época eran privados o de beneficencia, tomó un fuerte impulso la idea de la salud pública, especialmente en los entornos urbanos, para prevenir enfermedades y mejorar la salubridad.
En esa época la sanidad no era una cuestión divisiva. El movimiento obrero la apoyaba en tanto que buscaba más protección social para los trabajadores. También amplios sectores republicanos del norte, que apostaban por los avances científicos como una manera de hacer progresar a la sociedad. Sin embargo, en esa misma época también se empezó a tomar conciencia del lucrativo negocio que supone la sanidad.
En esta historia hay una cruel casualidad: los intentos por impulsar algún tipo de sistema de salud siempre coincidieron con graves crisis que obligaron a aparcarlos. Una primera propuesta para promover los seguros de salud en 1915 decayó al entrar en Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial en 1917, y en 1921 se aprobó una primera ley orientada a la infancia que no fue renovada en junio de 1929, sólo cuatro meses antes del famoso crac de la bolsa. Justo en esos años, y al calor de la Gran Depresión, comenzaron a formarse mutualidades privadas por las que los miembros tenían cobertura médica asegurada a cambio de una suscripción.
La crisis de los años treinta abrió espacio para un nuevo intento. Sería dentro del New Deal, el ambicioso programa de inversión pública impulsado por el presidente Franklin D. Roosevelt. En 1935 consiguió aprobar una ley de seguridad social, aunque mutilada, ya que no incluía ningún avance en la universalización de la sanidad. El principal foco de resistencia fueron los propios médicos, que temían perder su capacidad para poner los precios que quisieran a sus servicios si las mutualidades avanzaban o se imponía algún tipo de programa público.
Pero el gran punto de inflexión fue la Segunda Guerra Mundial. En 1939, meses antes de estallar la guerra en Europa, se propuso una ley de salud nacional por la que se proponían expandir los programas públicos y hacer obligatorios los seguros de salud. Era un planteamiento más ambicioso que el aprobado en 2010 con Barack Obama. Sin embargo, no salió adelante, entre otras razones, por los gastos que exigía en un momento de enorme incertidumbre internacional.
Esa ley fue uno de los caballos de batalla de Roosevelt, pero la semilla que plantó no crecería como él esperaba. Con la guerra, los salarios en Estados Unidos quedaron congelados para evitar la inflación. Y con ellos, cualquier tipo de complemento salarial que se le ofreciera a los trabajadores, incluyendo seguros de salud. Pero eso terminó en 1943. Desde entonces, las empresas pudieron ofrecer mejores seguros sanitarios a los trabajadores para retenerlos o atraer talento de otros lugares. Fue el gran espaldarazo a los seguros privados patrocinados por el empleador, que continúan siendo el pilar central del sistema.
Roosevelt volvió a la carga en 1944. En su discurso sobre el estado de la Unión planteó una Carta de derechos económicos que apuntalase el bienestar del país ahora que Estados Unidos era una potencia y que la derrota de Alemania y Japón era cuestión de tiempo. En ella se incluiría “el derecho a unos cuidados médicos adecuados y la oportunidad de conseguir y disfrutar de buena salud”. Lo impulsaría en cuanto terminase la guerra. Pero Roosevelt no vio ese final, ya que murió en abril de 1945. Con él desaparecería toda su visión política.
Su sucesor, Harry Truman, intentó recoger el testigo para un seguro nacional de salud, pero se chocó con la realidad. Llevarlo a cabo exigía un enorme gasto público, y tras la guerra existía un claro deseo de que bajaran los impuestos. Tampoco encontró apoyo en los partidos: los republicanos recelaban de cualquier medida de aroma socialista, y los demócratas del sur pensaban que era una medida orientada a acabar con la segregación racial.
Tuvieron que pasar veinte años para que el presidente Lyndon B. Johnson reflotase la idea de Roosevelt. En una creciente crisis de pobreza y desigualdad, el que fuera vicepresidente de John F. Kennedy lanzó la llamada “guerra contra la pobreza”, que incluía los programas Medicare y Medicaid, nacidos en 1965. Pero, una vez más, no pudieron expandirse: los costes de la guerra de Vietnam, unidos a la crisis del petróleo de 1973, limitaron los apoyos.
Aunque las presidencias republicanas siguientes no desmontaron los programas, en la práctica quedaron muy abandonados. Todo debía pasar por el mercado. Los resultados fueron los previstos: pobreza y desigualdad al alza, así como la cantidad de personas sin asegurar y completamente desprotegidas. Tampoco la presidencia de los demócratas Jimmy Carter o Bill Clinton fueron un revulsivo. De ahí que una de las principales demandas durante la campaña de Obama fuese la reforma sanitaria, aprobada en 2010 y la que da forma al sistema actual.
Si es tan malo, ¿por qué no cambia?
Existe un lamento extendido entre los estudiosos de la sanidad estadounidense: la falta de avances. Todos los lastres actuales se han visto ya en el pasado, y el principal obstáculo sigue estando en el Partido Republicano. Su posición inmovilista es identitaria: no es que crean que el sistema funcione bien, sino que proyectan sus miedos en las alternativas propuestas. Si se propone un papel más activo del Gobierno federal, eso suena a socialismo, por lo que es intrínsecamente malo. Da igual que el Estado ya juegue un papel central en el sistema mediante un elevado gasto público utilizado de manera muy ineficiente.
Pero sería injusto achacar la falta de cambios sólo al atrincheramiento republicano. Para que una buena idea prospere es fundamental esa buena idea. Y Estados Unidos no las tiene en materia sanitaria, lo que hace difícil proponer reformas ambiciosas en ese aspecto. No obstante, algunos intereses ayudan a calmar esos ánimos de reforma, especialmente los del sector sanitario.
Si en el pasado fueron los médicos quienes más bloquearon los intentos de reforma, hoy se les suman hospitales y farmacéuticas. Con un mercado totalmente liberalizado y que tiende al oligopolio, les permite agrandar los márgenes de beneficio. No así las aseguradoras, que viven en el fuego cruzado del sistema: se benefician de que los seguros sean obligatorios, pero sufren también buena parte de los sobrecostes y las ineficiencias con las que se lucran los hospitales. No es casualidad, por tanto, que el sector farmacéutico y de salud fuese el lobby que más dinero invirtió en influencia en 2023 con casi 380 millones de dólares.
También hay que partir de cierto posibilismo. Estados Unidos no va a poder transitar hacia un sistema demasiado diferente de la noche a la mañana, pero sí hay cuestiones que pueden empezar a cambiar y que les acercaría a la visión de otros países.
Una de ellas es la idea de la prevención. El sistema estadounidense te cura cuando ya tienes un problema relativamente serio, pero no intenta prevenir o amortiguar ese momento. Ese mayor peso de la atención primaria fue una de las principales conclusiones que se sacaron en muchos países tras la pandemia de covid-19 con un doble objetivo: mejorar la salud de los pacientes y reducir la presión sobre el propio sistema sanitario. Pero Estados Unidos no es un país que se caracterice por la buena salud de sus habitantes, como tampoco existen incentivos en el negocio para cambiarlo. Un hospital cobra más dinero si lleva a cabo una operación o si una persona es ingresada una semana que si acude a un médico de cabecera. Ahora mismo, el “cuanto peor, mejor” es uno de los incentivos del sistema.
Otra mejora fácil de implantar es simplificar la burocracia del sistema. La cantidad de supuestos, tipos de póliza y formas de relacionarse entre pacientes, hospitales y seguros genera indefensión e incertidumbre en la parte más débil, que es el ciudadano. Simplificar tanto los productos —los seguros— como los procedimientos ayudaría a agilizar y abaratar todo el sistema.
Los espejos en los que mirarse se llaman Canadá y Suiza. Los vecinos norteamericanos tienen un modelo parecido al que se quiso desarrollar en Estados Unidos hace un siglo. Su sistema es público y universal, pero todo el mundo debe pagar un seguro de salud, sea público o privado. A la hora de ir al médico o a la farmacia son habituales los copagos, aunque a menudo los seguros los cubren. En la práctica es una versión simplificada del modelo estadounidense con rasgos mutualistas propios de los países europeos.
Los suizos, por otro lado, tienen un modelo similar al estadounidense pero con una diferencia fundamental: está mucho más regulado. Los seguros de salud también son obligatorios y los copagos son muy frecuentes. Pero los suizos dieron un paso que no se atrevieron en Washington. Como el Estado suizo financia buena parte del sistema de salud privado, vigila mucho que no haya precios inflados. Es común, incluso, que el Estado lleve a juicio a las aseguradoras o las compañías de salud si cree que les está cobrando más de lo debido. Y litigar con un Estado no es lo mismo que hacerlo con un paciente convaleciente.
Pero Estados Unidos tampoco necesita mirar fuera de sus fronteras para encontrar ideas con las que mejorar su sistema sanitario. Ya se ha intentado inspirar en los sistemas de Singapur, Nueva Zelanda, Australia o el Reino Unido. Y a pesar de esto, ciudadanos, políticos y profesionales sanitarios son conscientes de que lo que tienen ahora no funciona. Hace un siglo, distintos presidentes en Washington tuvieron la visión y el deseo de ir parejos al desarrollo de otros países. Llegó un punto en el que Estados Unidos se quedó atrás. Solamente tendrían que retomar ese camino.
elordenmundial.com
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