La Jornada
España ha ocupado los titulares en semanas recientes por ser epicentro de una manifestación de malestar social: el hartazgo ciudadano ante los perjuicios del turismo masivo; mal llamado turismofobia por quienes intentan desacreditar las legítimas demandas de los afectados.
En Barcelona, ciudad que recibe más turistas que países enteros, el principal factor de enojo social es el encarecimiento de la vivienda debido a que los propietarios la retiran del mercado local para destinarla a los viajeros. Además de desplazar a los residentes hacia barrios periféricos o de plano volver imposible la renta o compra de un hogar, la turistificación
inmobiliaria eleva los costos de todos los servicios y elimina comercios necesarios para volver una comunidad habitable.
Los dueños de hoteles, restaurantes y otros negocios beneficiados por la afluencia de viajeros han reaccionado a este movimiento con el manido chantaje empresarial: hablar de los empleos que generan y amenazar con las graves consecuencias que tendría el achicamiento de sus operaciones para las comunidades donde se asientan.
Lo que ocultan los patrones es que tales beneficios son acaparados por un puñado de individuos adinerados, mientras que el grueso de la población padece los efectos nocivos de la turistificación
. Asimismo, omiten que los empleos que ofrecen se distinguen por los pésimos salarios, la ausencia de derechos laborales, la temporalidad y las jornadas abusivas y extenuantes. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), los trabajadores del sector se encuentran entre los más precarizados a nivel mundial.
Además de que muchos de ellos dependen por completo de las propinas para cubrir sus necesidades, la mayor parte sólo tiene empleo durante cinco o siete meses al año, es decir, durante las temporadas altas de viajes en los diferentes destinos. El resto del tiempo, deben arreglárselas con el autoempleo o con trabajos temporales que apenas les permiten subsistir. Para colmo, las características de las localidades donde laboran –por ejemplo, zonas de grandes complejos hoteleros donde cada metro cuadrado se destina al alojamiento o al ocio de los visitantes– hace imposible para los empleados residir ahí, por lo que deben cubrir sobreprecios en transporte, vivienda y alimentación sólo para ejercer su trabajo.
Al extorsionar a autoridades y pobladores con el espantajo de los empleos y la derrama económica, los hombres de negocios también callan un fenómeno distintivo del carácter predatorio de muchos empresarios del sector, ubicuo en los destinos turísticos mexicanos: la negativa a realizar cobros por medios electrónicos y la imposición de recibir los pagos únicamente en efectivo, incluso en establecimientos que de modo evidente manejan grandes volúmenes de dinero y que pueden absorber sin ningún inconveniente los costos de operar las terminales bancarias. Se trata, a todas luces, de una práctica dirigida a estafar al fisco y evadir impuestos al fingir ingresos mucho menores a los reales.
En México, como en España y en muchos otros países, el turismo foráneo representa una importante fuente de divisas y empleos, además de dinamizar a otros rubros como la industria de la construcción.
Por ello, sería necio llamar a que se cierren los flujos de viajeros, pero estos hechos no pueden usarse para negligir los profundos cambios que requiere el sector a fin de que el disfrute de los visitantes no se convierta en tragedia para los residentes, y de que las pingües ganancias dejadas por los turistas lleguen a los trabajadores que los atienden durante su estancia.