(La Jornada)
El viernes, el dueño del grupo de mercenarios Wagner, Yevgueni Prigozhin, decidió romper de manera definitiva con los altos mandos militares rusos, amotinar a sus tropas y emprender una marcha hacia Moscú para exigir que le entregaran al ministro de Defensa, Serguei Shoigu, y al jefe del Estado Mayor, Valery Gerasimov, a quienes responsabiliza por los malos resultados de la guerra en Ucrania.
Después de apuntarse aparentes éxitos como el control de la importante ciudad sureña de Rostov del Don y de algunas guarniciones militares, Prigozhin reculó y aceptó el acuerdo mediado por el presidente de Bielorrusia, Alexandr Lukashenko. En virtud de este trato, él se trasladará a territorio bielorruso con garantías para su vida y las de quienes lo secundaron, mientras los miembros de Wagner que no participaron en el motín podrán integrarse al ejército regular ruso.
Es arriesgado aventurar cualquier pronóstico acerca del impacto que esta efímera aventura tendrá en la moral de las tropas rusas, en la capacidad de Vladimir Putin de mantener su hasta ahora inexpugnable autoridad, en la estructura de mando de sus fuerzas armadas y, en última instancia, en el desarrollo de las operaciones bélicas en el extenso frente ucranio. Sin embargo, las 24 horas de amotinamiento bastaron para poner en evidencia el carácter propagandístico de los grandes medios de comunicación occidentales; su alineamiento absoluto con la agenda de los gobiernos y las corporaciones que han hecho de la guerra un gran negocio y el mejor pretexto para desviar la atención de sus graves pendientes internos; la rusofobia que plaga a sus redacciones y que cancela cualquier atisbo de objetividad.
Ante todo, este episodio ha puesto al descubierto la completa falta de escrúpulos con que empresas mediáticas de pretendido prestigio están dispuestas a inventarse noticias, sea para ganar la encarnizada lucha por las audiencias o para empujar narrativas con la expectativa de que la contaminación informativa termine por convertir sus anhelos en realidades.
Como era de esperarse, el liderazgo ucranio y sus aliados celebraron la revuelta como una señal de debilidad del Estado ruso y del gobierno de Putin, e incluso como un indicio del inminente desmoronamiento de las fuerzas armadas y el punto de inflexión que llevará a la victoria final de Kiev en el campo de batalla. Como se dijo arriba, es muy pronto para hacer predicciones, pero resulta indudable que los acontecimientos representan una advertencia acerca del peligro inherente a permitir o estimular el surgimiento de milicias privadas que no responden a otro interés que el lucro y que se encuentran sujetas a la voluntad de individuos como Prigozhin, temerarios, inmorales y ajenos a cualquier miramiento ético en la búsqueda de sus objetivos.
En este sentido, el Kremlin haría mal en llamarse a sorpresa por el desenlace de sus relaciones con el oligarca, quien durante meses despreció a la cadena de mando, manifestó su descontento con la supuesta falta de suministros para sus fuerzas y entró en abierta confrontación con los dirigentes a los que intentó deponer.
Es improbable que cualquiera de los bandos reaccione ante los sucesos de este fin de semana con sensatez y vea en ellos la urgencia de caminar hacia la paz, pero los ciudadanos han obtenido una nueva demostración de la necesidad de desconfiar de los discursos construidos por las clases gobernantes de Occidente, los cuales son difundidos de manera entusiasta y acrítica por buena parte de los medios.
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