Como nunca se había visto en varias décadas, la sociedad parece vivir en estado de indefensión ante la ola de crímenes y delitos perpetrados por haitianos en cualquier parte del país.
Pequeñas comunidades pobladas por ilegales son escenarios, frecuentemente, de episodios que involucran a haitianos en robos, violaciones, asesinatos o reyertas violentas.
No solo se manifiestan contra patrones que los han contratado para tareas agrícolas o domésticas, sino hasta contra las autoridades de Migración o de la Policía, cuando estas últimas realizan o intentan hacer redadas.
El más reciente de esos episodios, un cuádruple crimen en Partido, Dajabón, atribuido a una banda de haitianos, le puso la tapa al pomo al estado de indignación e indefensión de los dajaboneros.
Esto ha dado lugar a que ya, entre los ciudadanos, se hable de organizar una fuerza de voluntarios para echar a los ilegales de esa zona, lo cual equivaldría a fomentar grupos parapoliciales.
Y hasta ahí no deberíamos llegar, porque abriríamos las puertas a la formación de grupos radicalizados que le darían al odio una vía franca y peligrosa para desfogar su repudio a tales tropelías.
Antes de permitir que lleguemos al modelo de discriminación violenta que ha cobrado fuerza en los Estados Unidos, lo que se impone es que la autoridad haga valer su poder y capacidad para mantener el orden en esas comunidades.
La sociedad no puede vivir bajo la sensación de que estos desmanes son imposibles de evitar o queden impunes.
Ya tiene suficiente con el poco caso que se le presta a las denuncias y quejas de los ciudadanos y colectivos cuando no reciben servicios públicos satisfactorios.
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