Federico Sánchez -FS Fedor-
10.
Dudó varias veces antes de tocar la puerta. Sabiendo que le provocaba ese ímpetu de timidez, ese miedo que combinado con un tic nervioso lo impulsaba a mirar hacia todo lado, a espantarse con todo lo que le rodeaba, hasta de la más ignorante mujer que no supiera de su situación por la que atravesaba, Gerardo subió los tres peldaños del portal y, titubeando, tocó.
Había recorrido más de doscientos kilómetros después que pudo tirarse de la guagua del presidio que lo conducía al Palacio de Justicia acusado de asalto a mano armada, cuya prueba era una pistola que nunca en su vida de militante político había tocado. Tocó con delicadeza varias veces y sintió que los dedos se le abrían y al abrirse la puerta no perdió un instante para internarse hacia el interior de la casa abrazando de paso al hombre que le abrió.
Era su amigo de infancia, compueblano de una provincia norteña de la isla Santo Domingo. “Necesito permanecer unos días aquí, me persiguen” –musitó con levedad-, “he pasado cinco días y cinco noches viajando en camiones y he atravesado montes recibiendo picaduras de mosquitos”. Se había internado en los barrios de las ciudades y pueblos antes de llegar a su destino. El lugar donde se encontraba ahora lo había visitado por última vez hacía más de cinco años, luego que se fuera a la capital a estudiar en la universidad estatal; comenzó sus estudios en 1971 y todavía años más tarde cursaba la carrera de Derecho con atraso, pues le dedicaba más tiempo a las actividades políticas que a los estudios.
Durante la noche anterior se mantuvo de calle en calle esperando una oportunidad para asegurarse de que no irían a buscarlo donde su hermano José. Apenas con unos centavos en los bolsillos podía comprar algunos ingredientes que le permitieran permanecer de pies para sostenerse caminando hacia su pueblo natal. En más de una ocasión no pudo recordar que concibió la idea de tirarse de la guagua y salir corriendo, brincando patios, atravesando callejones, y luego tomar un carro de concho para dirigirse hacia la carretera y escaparse de la ciudad.
Sentado frente a su amigo gesticulaba sus hazañas, narraba con cierta timidez, con un miedo valiente su largo recorrido. “Al llegar a esta ciudad sentí un aliento frío; si bien me sentía orgulloso por mi lucha contra el régimen, sentía un malestar, una emoción desconocida si algún conocido me reconociera, pues traía un aspecto completamente demacrado, me avergonzaría, aunque noté mucho cambio en las gentes, en los barrios; pude distinguir y reconocer que sólo el aire se mantiene inmune, y el olor y el color de la guayaba no cambia.
Anoche dormí en un motel y casi no pegué los ojos de tantos ruidos que en la habitación contigua producían una pareja de enamorados. La noche se alargaba interminablemente. Cuando salí a la calle, temprano, casi de madrugada, observé que al no lograr reconocer a nadie, no tenía otro amigo a dónde acudir; sólo tú atravesaba mi mente en ese instante. No me atrevía a llegar donde mi hermano José, pues los vínculos familiares son detectados fácilmente por los servicios de seguridad.
Me mantuve andando durante una hora, tratando de decidirme dónde esconderme porque estaba seguro que me seguirían, tenía que esconderme donde una persona de confianza, donde un amigo que me brindara su apoyo y sólo tú me daba vuelta en la cabeza; muchos años de estar juntos me daban la razón; sé que corre peligro conmigo pero te necesito… No, no me entregaré, la pasaré peor, la causa judicial es un ardid para hacer creer que hay democracia, no me entregaré, me quedaré un tiempo aquí, unos días, no más, y te repito no me entregaré, mejor, mejor me moriría de hambre, de arañazo en los matorrales, de cansancio, mientras corro y corro por callejones y montes, igual se sufre en la cárcel; sí, mejor es morir así, pero en libertad”.
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