Apostillas 28: Mientras recorríamos el Zoológico de Sto Dgo, las aves cantarinas ofrecían un silbo montesino, placentero

Federico Sánchez (FS Fedor)

Hace poco unos amigos me invitaron a un paseo al Zoológico de Santo Domingo. Dos parejas con sus respectivos hijos, no mayor de 12 años. Y 12 éramos en total. Fue un viernes por la tarde –craso error-, debimos ir desde la mañana. Por suerte, fueron unas horas vespertinas sin aguacero, bajo un sol radiante, casi calcinante, cuyos rayos solariegos atravesaban, con orgullos e indolentes, las blanquecinas nubes espumosas. La idea sería pasar un rato en paz y tranquilidad, de jolgorio y alegría, de conocimiento de la zoología y del medio ambiental en el cual los animaluchos son asimilados, aislados en un entorno natural.

De sobra está decir cómo se desmontaron, cómo hicieron la fila frente a la entrada. Una de la consorte, Josefa, pareja de Jesús, mi amigo más cercano del grupo, se encargó de comprar las boletas, 12 en total, entre niños, madres y padres y el invitado de ocasión, quien suscribe. Entramos en fila india, y en la medida que íbamos ingresando, cada niño o niña (que es de cortesía y quizás una ideología feminista pasable el no olvidarnos de mencionar el género contrario), cada adolescente que no conocía el lugar, iba asombrándose, pero sin afrenta, de lo que se encontraba frente a sus inocentes ojos.

Lo primero que vimos fue la explanada, enorme, surcada de varios caminos asfaltados que se dirigen hacia las guaridas de los animales. A ojo vista se ven docenas de árboles gigantes, predominando el lauredal, que subyuga, el palmar, que adorna, el robledal, que encanta con su arrebol en sus alturas.

También en principio se ve una fuente o estructura lacustre artificial, en cuyas aguas navegan suavemente varias aves gigantes acuíferas, algunas zancudas, como el pelícano (que es aquél de pico largo, y ancho, y tiene una bolsa membranosa debajo de su cuello, depositaria de alimentos para los tiempos de escasez), y el flamenco (que le gusta mucho cotejarse a la sombra del flamboyán, no sé por qué). Además se ven otras aves menores, vale decir, los palmípedos patos –que nadan con sus patas, éstas unidas por una membrana, como los murciélagos con sus aletas, permitiéndoles moverse, vadear, andar y desandar con rapidez y espontaneidad, aun en aguas turbulentas o en calma. Se dice que cuando el pato entona su afamado ¨Cua, cua, cua¨, está piteando, no pateando.

Fue nuestro segundo asombro ver esa laguna, rodeada de un pedregal, de variado grosor y tamaño, no menos de un metro en su altitud; y asimismo los pedernales que acusan una variedad de colores, contornos marrones y gris. Cerca de esta cerca acuática, que es una fuente atractiva, hay un árbol gigante, laurel, rodeado de palmeras africanas, y amplios espacios en su entorno, como una rotonda florestal, con bastante sombras para acantonar un campamento de verano, al menos provisorio, y desde allí hacer excursiones, ora a pies, ora en los trenes de dos y tres vagoncitos, hacia el interior, en búsqueda visual y parpar la fauna y la flora circundante. Efectivamente, acampamos unos minutos alrededor del enorme laurel. Entusiasmados todos.

Poco después iniciamos la larga caminata, la gran marcha de una tarde pradina y montaraz, precedida de ardor y regocijo, hacia el interior del zoológico. Una estrecha calle asfaltada, con una débil capa fina de petróleo, marca el camino a seguir. El ambiente se ve cargado de poesía visual: un paisaje luminoso, encendido, sensible; un sol saliente detrás de la hilera de árboles gigantes con su hojarasca pétrea, en tanto está madura y verdosa a un tiempo, con tonos ascendentes; y esos rayos solariegos también nos llegan por encima de los arbustos enanos, con sus pardas hojas, o brillantes, como la misma luz del sol, si no es que el reflejo del astro rey las pone tan claras. Tan templadas. Rieladas. En tanto los vientos alisios veraniegos apenas movilizan la hojarasca, que se ve serena. Despejada.

Hay que destacar que impresiona la correría pirotécnica de hurones y ratones, cruzando la calleja, que salen de los matorrales, raudos y veloces, en un símil acrobático inenarrable, y en forma sucesiva, como si se estuvieran correteando, cual caballos en púgil carrera, con sus galopes estridentes, finos y galopantes. También asombra, a la vez, el recorrido de las aguas por las cañadas o canales, tanto artificiales como naturales, llevándose consigo todo lo que cae desde las alturas de los árboles, quiero decir: hojas, ramitos finos y cagaditas de aves volanderas, que a su paso volandero por el lugar dejan en los terrenos su rastro inmundo, pero fértil, favorable a la madre natura, y al boscaje humedecido del rocío mañanero, o secado por el rayo encendido de Helio en el atardecer.

Igualmente conmueve, qué duda cabe, al paso de la jauría familiar, que camina con parsimonia y entretenida, el avispero de los nidos de aves improvisados en los ramajes más altos, quizás para evitar que los roedores asuman la confianza de acercarse y roer a los pobres pichones macilentos. E impresiona ver el hilo de humo o resolana que comienza a surgir del calenturiento asfalto -cual humareda que asciende desde la orilla de un cigarrillo encendido-, que es motivo de atención. Por último, y no por ello menos importante, escuchamos el sonido silbarado, en tanto sonata primaveral, tal como suena, que surge, que emana desde los picos de las cotorras que pasan volando a ras de tierra, atronando el espacio montaraz del entorno.

Mientras, caminamos, lento, apaciblemente. Ya nos detenemos para observar un enorme ramo caído, ya envejeciente, cubierto por algunas aves, y que sirve de diván improvisado. Ya observamos, algunas cercas, hechas de alambres entrecruzados, tejidos, que forman una jaula con una jauría de chivos y chivas, sin el chivo expiatorio de por medio, todos encarcelados, que brincan, saltan y patalean, además de que se enfrentan, cacho contra cacho, algunos machos cabríos, quizás en pugilato por una chiva, aún sin posesión.

El parpadeo sucesivo en cada niño o adolescente, entre todos, era simultáneo, ubicuo. Como una especie de tintinear de hojas largas de palmeras. Palmeras que en hilera también se suceden una tras otra a lo largo del trayecto, y nos marcaban el paso a seguir. Parpar las cosas era un delirio; percibir su forma, sus colores, un alivio visual. Respirar sus olores, una invitación floral; de ahí que los párpados temblaban constantemente. Y nos sorprendíamos de todo. A cada árbol, un asombro, a cada animal, un susto; a cada ave, un sueño, y un sueño fue para Miledy (hija de mi amigo) cuando ella se arrastraba por debajo de un caobo enorme, cuya copa se eleva hasta el cielo, al ver un ave trepada sobre una rama larga, casi horizontalmente flotando en el aire, florida, copiosa, voluminosa en hojas y bifurcada en ramitos. El ave, que casi flotaba, aleteaba como huracán enfurecido, en tanto sus colores rojizos, amarillentos y verdeazulados, eso creo, se confundían con su álgido movimiento, producido por el aleteo consecutivo de sus dos praderinas alas. Era un loro.

Probablemente sudamericano, que más que un espécimen normal, parecía un híbrido abigarrado, por el pluricolor de su plumaje; una especie evolutiva, un injerto del loro y la cotorra tal vez, al parecer. Su pico concorvado es más corvo que lo normal y sus patas, cuasi amarillas, de un pálido creciente. Y sus uñas largas, que parecen garras, más estrechas y largas que la del faisán, se adherían fuertes, impulsivamente, al tallo de la rama, como queriendo asirse a un madero puro y protector. Y abajo, nosotros, con las miradas curiosas, asombradas. Entrometidas. Fisgonas. Y el loro, lirón, también estaba azorado. Pero todavía así, se veía hermoso.

Circunstancialmente el ave se mantenía inmóvil, en principio, sobre la gruesa rama móvil, ajetreada levemente por el lento viento. Y la rama, símil de un tronco pardo, se alargaba eternamente hacia el horizonte. Luego la avecilla desplegaba sus alas repetitivas, mostrando sus colores con oscilaciones de diáfana armonía. Al parecer el loro sabía que lo estaban oteando, pues sus ojos denotaban matices tristes, semi asustadizos, y claros, entre las nubes de sombría y curiosa luminosidad. Sí, es así; y asimismo la niñada lo percibían con una sublime, mágica respiración que lo aprisionaba, en aquella resplandeciente mirada que lo embargaba, en aquella sublime entonación que el pajarillo cantor a veces pululaba, entre silbos vulnerados y resoplidos entrecortados, y con su cantar despedía álgidos, circunspectos lamentos, que todos pudimos notar; y notar las notas entristecidas del pajarillo cantor, ¨pecho amarillo¨, fue todo un placer placentero –haciendo valer la redundancia–.

Y párvulos entristecieron también. Y fue que, de pronto, los pequeños se alborotaron ante el aleteo ríspido del loro, que a su vez parece que también se asustó, en un espasmo palidesciente, y salió volando, y su plumaje encarnado dejó una estela de hojas sueltas de la rama horizontal, que fueron a parar, en su descenso, hacia tierra. Mientras, los imberbes trataban de agarrar, con sus manecitas tiernas, la hojarasca, antes de que cayera al suelo entumecido. El loro se dirigió hacia el pajarero, que estaba a escasos metros de   un caobo. Los niños y niñas, en algarabía, correteando, lo siguieron, uniéndose, segundos después, al grupo de adolescentes que estaba precisamente frente al área o corral de las aves. El averío canturriano o cantarino, le llamaron los niños, aceptando una propuesta por uno de los adultos.

La pajarería estaba ubicada en un terreno sinuoso y lleno de árboles, frutales y de adornos; en su centro hay varias jaulas, de varios metros de alto por otros tantos de largo y de igual condición en su anchura. Y azoran, no dejan de sorprender con tanta variedad de aves floridas. Un jardín volandero e inquieto.

Todos entramos al espacio, que a su vez está cercado por una malla metálica, como marcando terreno privado. Las aves van y vienen, y rodean las jaulas. Nos entusiasmamos a cada paso, a cada vuelo corto, de un barrote horizontal a otro, a cada ave que observamos. Las jaulas están pintadas de marrón en sus barras- columnas y en el techo, pero sus barrotes son verdes, en varios tonos, combinados o confundidos a todo lo largo de los mismos.

Esos colores me parecieron de mal gusto; pero sólo lo pensé; no quería indisponer a la muchachada inocente, que se le advertía feliz y contenta. Cada jaula tenía una parte oculta, una pared, un lado, que está pintado, exhibiendo un paisaje muy similar a un bosque del Cibao, a veces, pero más de zona fría, como Jarabacoa, que de la cálida y árida zona de los montes del sur, o de Monte Cristi, en la Línea Noroeste de la isla. Esas gráficas pintarrajeadas me parecieron hechas a la carrera por un pintor de mala muerte, para complacer inconscientemente a los visitantes espontáneos, que admiraban la cantidad de aves que se aglomeraban dentro de cada jaula, que sí impresionaban, en contraste con los trazos de pintura, embadurnando cada segmento de las paredes y de los barrotes.

Empero, sentí admiración por un mural, que por su combinación colorida en cada tono simétrico, por su perfección lineal en cada curva de las copas de los árboles, por el trazo en la fuga de una cascada caída a una poza con su brillantez acuífera o acuática, por la claridad de las nubes sobrevolando un cielo oscuro y, finalmente, por el trinar, eso parece, de cada roce de los yerbajos movidos por los vientos invisibles, mientras posan y salen al terruño. Esta pared era, aún es, a un tiempo, dentro de la simetría que forman las manchas de acuarelas, dispersas pero armónicas, y la asimetría con los demás gestos pintados en las paredes restantes, un fresco que no envidia el mejor de los pintores dominicanos, por no decir de otra urbe u orbe allende los mares.

Y al lado de esta jaula, como complemento, y que parecía un homenaje a dos ornitólogos, más extranjeros que nativos, hay dos estatuas, tamaño natural, de bronce o cerámica o yeso; su revestimiento imposibilita ver su continente, y cada superficie colorida está lacada con una brillantez que según el paso del astro sol, disminuye o aumenta; posiblemente en la mañana rutila, tristemente, al medio día se incendia y en el crepúsculo su verde encendido se opaca debido a la celestial sombra anaranjada, que la inyecta con sus débiles rayos sinuosos.

Y cada estatua pétrea o enyesada tiene una especie de chaleco sin manga, estilo corsé, con bolitas pintadas, de tonos verdes claros y oscuros, salpicadas a la vez de puntos marrones, como lunares; y sobre el cabello, luengo y aparentemente elegante de la estatua hembra se sostiene una flor, al parecer una hortensia, que supuestamente se identifica como la flor nacional, original de la provincia La Vega Real. Y esa flor está probablemente engarzada con una especie de pincho metálico o plástico, da igual, que se ajusta por el tallito de la misma, y por ella pequeñas hormiguitas, estampadas de un marrón oscuro indefinido, suben y bajan, o ambas actividades a la vez, quizás en busca del néctar petrificado de sus pétalos. Me parece un trabajo inútil, aunque entretenido para los bichos.

La estatua varón, con rasgos faciales más surcados, más pronunciados, más sumidos en el embeleso que en el oficio de ornitólogo, calza unas botas negras de Boy Scout, con ribetes pardos, simulados, pero brillantes, con cordones gruesos y amarrados a la antigua, y sobre su cabeza tiene una gorra de investigador naturalista y montañés, y sobre su espalda se arrima una mochila pequeña, probablemente con sus instrumentos de trabajo: una lupa, para husmear todo lo que se le coloque enfrente, quiero decir, un binóculo oteador; también tiene colgada una cantimplora de emborronada abolladura y un diario de anotaciones. Eso es lo que se nota. Bueno, eso parece.

Y al parecer este recurso escénico es justificable y formidable, pues las dos estatuas están rodeadas de piedras gigantes rocallosas, y árboles enanos, como los bajos arbustos japoneses, y sobre éstos decenas de aves en sus ramas, aves embalsamadas, disecadas, hechas por expertas manos taxidermistas, y no curadores improvisados.

Una de las estatuas tiene un papel o un cartonite o papiro estilizado, y en su superficie hay unos jeroglíficos, quizás cuneiformes o trazos arabescos que parecen cagaditas de pájaros –ya mencionadas más arriba–, o unas escrituras o ideogramas que le hacen honor al más rancio palimpsesto egipcio tiempo ha. Un brochur explica levemente sobre toda el área; informa sobre los nombres y origen de cada ave enjaulada. De forma sintetizada, compendia la clasificación de cada especie, y todas ellas, confundidas en sus aleteos y sobre los barrotes y travesaños, y cornisas de cada jaula, y los paisajes pintados, se ven contempladas, amadas, enjuiciadas.

El brochur o volante informativo ofrece detalles del averío. Y se inicia mencionando al Canario, al parecer originario de su epónimo terrenal, Las Canarias; tiene pecho amarillo y su canto es armonioso. Y así, sigue una retahíla de nominación, siguiendo con el Cernícalo, ave de rapiña de origen europeo, despreciado por los cazadores porque es un poco ruda; de ahí que para decirle ordinario a un macho, varón y masculino, o sea rudo, sólo hay que vociferarle: “Hombre cernícalo”.

Sigue con el Pájaro Bobo, que de bobo no tiene nada, y que como símil al denominar al hombre lento, se le dice ¨Pájaro bobo. La Codorniz sigue en mención por parte del parte informativo, y que es muy parecida a la Perdiz, familia de las gallináceas, y su carne es muy apetitosa; pero la Perdiz, que por la rapidez en las correrías, es difícil de agarrarla; hay que cazarla, y con mucha precisión, con rifles de alcance de larga distancia, y los cazadores se gastan sus municiones con complacencia, pues su carne es muy apreciada. En este mismo orden le sigue el Colibrí, que le dicen “Pájaro mosca”, pues sus aleteos y su tamaño lo asemejan mucho a este insecto volandero.

En orden sucesivo menciona al Cóndor, ave de rapiña, una especie de buitre de Suramérica, famoso por su vuelo alto y que ha inspirado una canción llamada “El Cóndor pasa”, que es herencia del folclor boliviano y que en instrumental lo tocan “Los Calchaquís”. Tiene cierta similitud con el Águila, de ojos avizores; y al Halcón, una sinonimia imperial; y el Gavilán, que es famoso en chanzas o juegos infantiles, y el Buitre, también familiar inmediato. Hay varios modelos de muestra en una jaula. Y todos causaron alegrías. Otras jaulas nos ofrecían más espectáculos del averío forastero –exótico-, y nativo –endógeno-.

En una de esas jaulas, más que un aula, en un rincón íntimo, se ve al Cuervo, retozando con su Cuerva, ambos de pico dentirrostro (abierto en el medio) y carnívoro, con su sedoso, brillante plumaje negro, que para algunos es un ave mal agradecida. “Crías cuervos y verás cómo te sacan los ojos”, es la frase que los enjuicia, y por algo dice el dicho, que no está mal dicho, y que dicho y sea de paso, se utiliza mucho en el país y sobre todo en la arena política. Al Cuervo en Brasil le dicen Iribú -con algunas franjas rojizas en las alas y las patas-; en otros países de América del Sur le llaman Cormorán. Es palmípedo, aunque difícilmente se le vea nadando como un pato.

Horizontalmente una barra sostiene a un solitario, distraído, atontado Chorlito, que es un ave zancuda, de patas y cuerpo enormes, con respecto a su cabecita permeable, ligera; de ahí el mote de ¨Cabeza de chorlito¨ a aquéllos que tienen poca imaginación, escaso intelecto. Quien se sienta aludido que no muestre tristeza. Es una condición humana sicobiológica.

Las aves de corral se ven en un área especial dentro del jaulatorio. Veamos: el Gallo, de cresta encarnada, famoso por su kikikikí súper silbarado, de escaso silabario. Y la Gallina, famosa por su canto “cocoreco” persistente, insistente, repetitivo. Sin dudas, mucha alharaca para sólo poner un huevo. El Esturión, de delicioso caviar, pone cientos de ellos y no hace tanta bullanga. A un lado el Pavo se ve alardeante, jadeante, pescuelargo, arrogante, altivo, de gorjeos ininteligibles, muy imitado por un músico urbano del patio. A su lado se le arrima al Pajuil, quien tiene un cruce congénito entre una Pava y un Gallo, o viceversa, un Pavo con una Gallina. Más cerca hay un Urogallo, orondo, imitador de voces humanas, como el Perico, o la Cotorra. Es célebre como ave cleptómana; posee la mala costumbre, manía consuetudinaria, de robar objetos brillantes. Y aunque todo lo que brilla no es oro, por valioso, como quiera lo hace para usufructuar su megalomanía de poseer la brillantez en sus ojos.

Más adelante hay otra jaula con un Faisán, altivo, y otros de no menos tamaños. Son elocuentes en su andar curvilíneo; siempre están alertas, como los chivos serranos, montaraces, atentos a que los puedan cazar in flagrantemente. Su carne es apetitosa, por sabrosa, por candorosa. Asimismo, en un espacio con pasto verde, se vistilla a la Garza, de patas largas, no tan zancudas como el Cisne; su plumaje es excesivamente blanco, como la nieve; un moño gris y ojos azulosos o azulinos, que sé yo, lo diferencian de la Gaviota, blanca como la azucena, de armonioso caminar, melodioso. Más hacia atrás, en un blanquecino lago, se explaya, inocentemente, el Cisne, palmípedo, patas y cuello largo, plumaje ennubecido, de inspiración poética y cantoral; quiero decir, inspirador del poeta Rubén Darío y el baladita Basilio.

Y parigual, está al lado, justo al lado, el Flamenco, gitano, extra delgado, con zancudas patas cuasi dobladas, palmípedo de dedos cobrizos, igual que el lomo, con alas y su pecho blancos; muy parecido al Pelícano, que está su izquierda, un palmípedo locuaz, con el pico largo arqueado, especialista en apresar peces que navegan, circunnavegan muy cerca, y su bolsa debajo de su gran pico lo hace un marsupial con alma de canguro navegador. Es familia del Ganso, un sonso palmípedo, lento, símil del espíritu perezoso.

En otro extremo de una de las jaulas se ve al pequeño Gorrión, pico cónico y fuerte, plumaje pardo y manchas rojinegras, el pecho amarillo. Se asemeja al Colibrí, en su volátil vuelo, en su pintarrajeado color sin igual. También se ve a la Oropéndola, alas y cola negras, en contraste con su amarillo encendido enterizo. Hay una Grulla, un ave bulloso, cibaeña. Y una Lechuza, ave rapaz, nocturnal; se ve detrás de un matorral, escondiéndose de la luz solariega. Y a un tiempo se escucha la alharaca del Loro, locuaz; y de la Cotorra, de coterránea vida; a la Golondrina, sola a un lado, oscura, tratando de hacer verano, pero mal acompañada de la Alondra, que le hace sombra con su alejandrino cantar, y por su hermosura, de inspiración poética.

Y qué decir del Martín Pescador, arrinconado, con su pico largo y filudo, siempre al acecho de los apetitosos peces, envueltos en el espumarajo de la mar bravía. Y del Petirrojo, pico encarnado y aceitunado, como el pardo prado verde. Y de la Paloma, variada en la forma y en su plumaje, por ejemplo: el Palomo Torcaz -con plumaje circular, o sea, un collar blanco en su cuello; y la Paloma Dragona -rostro feo y aprensivo-; y la Pavona -parecida al pavo, por su corona enorme y una cresta de pavo real; y la Buchona -con buche enorme-; y el Capuchino -con caperuza, o sea, su plumaje en forma de capucha rodeando su cabeza, imitando a Caperucita Roja-; y la Paloma Mensajera -símbolo de la paz-; y la Zurita, quizás original de Zulia, Venezuela; y la Paloma Moñosa –con una moña sideral en su frente, mohosa-.

Y por último, en un extremo espacioso, y sobre una pastura verde simulada, con algunos arbustos de tuatúas artificiales, pero dentro de la jaula, se ve a la Tórtola, que azada es excelente, y a la Rolita y al Rolón, que al horno o en salsa son sabrosos. Y cerca de una gramínea tornasolada, hirsuta, jugueteando al nacionalismo, sin prejuicio, se ve al ave nacional, la Cigua Palmera, La Cigüita, ostentando su título patrio. Y al Ruiseñor con su Ruiseñora, que hacen galas de peripecias galantes, cortejos ruidosos y cantoríos hermosos, sobre los arbustos menores.

En fin, el conjunto de la pajarería es todo un espectáculo visual, y se hace visual sonoro el cándido canto de la avería, que más que auditivo ruido parece una sonata madrileña, un arpegio tanguero, una sinfonía beethoveneana, un acorde bachatero, una armonía cantoral merenguera, una sonata visual volátil, un encantamiento quijotesco, una realidad espléndida, en tanto a cada silbido corresponde un color en la variedad y diversidad del plumajero de los pájaros emplumados. Quiero decir, y esto lo matizo, que cada canto sólo era posible distinguirlo, en su origen, con cada variopinto color o colores que identifica a cada ave. Por eso su cantata es visual, una industria del espectáculo popular cinético. Y cada niño o niña, cada adolescente, cada tutor, yo, todos, lo disfrutamos. Nos encandilamos de luz; luz y sonido. Nos escanciamos de vino; vino y sonido, como si estuviéramos bebiendo un vino fino, depurado, de colores y cantos del averío. De dioses olímpicos enfurecidos, pero amables al cantar.

Empero, lamentablemente, nos detuvimos tanto en este espacio aviarífero que se nos fue el tiempo. El crepúsculo asomaba lento, pero seguro. La orden de la salida, que previamente nos señalaron, era marcada por la hora. Había que abandonar.

Olvidarnos del resto: de los cuadrúpedos, de los reptiles, los roedores, y además yerbas aromáticas. Decidimos volver otro día, de pasadía. Ya con conocimiento de causa, se disfrutaría más y más. Pues sería más placentero, más gustoso, más delicioso, más satisfactorio; etc., etc….

En ese momento pasaba el trencito y lo abordamos, hasta la salida.

El autor es Periodista, Publicista, Cineasta, Catedrático (UTESA, O8M…), Cultor literario: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.

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