Federico Sánchez -FS Fedor-
9.
Despierto y no abro los ojos: un murmullo de voces llega hasta mí y siento un vacío en el estómago y un calor desapacible en las mejillas, y mis piernas, entumecidas, no las puedo mover y no lo intento. Había sentido un puño gigantesco hundirse en mi estómago; otro, menos condescendiente, marcó su signo hercúleo en mi cara.
Estúpido de mí, apenas alargo de nuevo los brazos, ladeo la cabeza en busca de no sé qué respiro, y de pronto recibo un líquido húmedo, creo que es agua, y ya siento que me levantan, me sientan otra vez en la silla, y de inmediato alcanzo a escuchar una voz de alerta de alguien en la habitación continua, supongo que debe ser el interrogador que siempre a una señal de alguien me hunde el puño en mi débil estómago, si se le puede llamar aun así, o me teclea sus rudos cincos dedos callosos en plena cara;
ahora sostengo la mirada que es mi única displicencia, mi máxima indulgencia, el orgullo del valor o de la supervivencia, pero a la vez mi única vía de comunicación que pide calma, paciencia, pues mi lengua pesada, resecada no muestra signo de impulso, de movimiento delator, esa figura jurídica que en términos para-policiales se le llama confidente y en jerga popular “chivato” o “calié”; en efecto, me aquietan, alguien me sujeta por el brazo y lo levanta, pero se resbala y vuelve y lo levanta sosteniéndolo a media asta, lo deja caer de golpe y reacciono, creo que es un método para hacerme salir de la sumersión de la inconsciencia;
siento pasos de nuevos y alguien con un maletín, creo, y que veo entre siluetas o nubarrones, se acerca, me coloca un aparato que comunica los latidos de mi corazón con sus agudos oídos, acuciosos, sonríe como muestra de lealtad, pero es una aprobación de interrogatorio. Intento levantarme, zafarme de aquel sillón, no me dejan, mis fuerzas viértense apenas una lucha contra uno de sus dedos; de un tirón me devuelven al sillón, supongo que también éste siente comidilla placentera porque parece que fue diseñado para tan amarga tarea;
escucho de nuevo ese agrio sonido como si saliera del estruendo de una catarata, ambos oídos, los míos por supuesto, yerguen sus cerillos incendiados por el sonido continuo que provocan esos tapa-oídos que me dieron con las palmas de las manos y de nuevo esa voz estentórea, pintoresca, llena de agravios, con un sonido gutural ocre, broncíneo, “Quiénes, dónde y cuándo, habla maldito, degraciao”.
Silencio, de mí, no de ellos, ellos rabian, golpean, sí, golpean, mis músculos se contraen, me anudan todo el cuerpo, el dolor y la insuficiencia suben a mi cabeza, bajan por la garganta, el estómago, otra vez el estómago, donde siento gusanillos retorciéndose, rasgando con sus ponzoñas los aditamentos del último bocado, que no recuerdo cuándo fue la última vez, y es entonces que la boca se me hace agua, que la lengua se me hiela, como un iceberg en su ascenso, descamando como culebrilla sus rasgos gustativos, es como si olvidara esas comidas de preso con sabor a hiel y de pronto la recuerdo con el vómito a flor de labios, pero se detiene y es ese dolor inmenso que me recorre y es ese otro golpe certero tras mi respuesta negativa.
Tiemblo, mi cuerpo se inclina hacia un lado retrocedido por un boxístico upercao lateral y ascendente a una velocidad de luz solar; el dolor asoma, interminable, ubicuo, en todo el cuerpo, a un tiempo; de pronto me surge e invento, mentalmente, una estrategia, asimilada por la experiencia anterior, trato de evitar más golpes bajos. o sucios, no importa la calificación, cierro los ojos y disimulo un desmayo, desplomándome inmisericordemente hacia el suelo, disimulo mi caída para que no me sigan pegando, disimulo un desmayo; un piso húmedo me recibe, frío, duro, inclemente, pero salvador a la vez; caí en ralenti, lentamente, de una forma lateral, pero convincente. Bueno, eso creo.
Primavera, 1980-.
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