De mi poemario:
La Ariádnida
…el mundo que alucino cuando sus ojos me miran -Poesía en Prosa-2023-.
20 mil alucinaciones y un colofón sin reproche…
1ra.Alucinación.
Ariadna
me mira y sus ojos se despliegan en mí, como cardos rojos, mas no espinosos; como un ave en pleno vuelo sobre el horizonte, pero a ras del suelo, y su aliento de fémina me yergue, me subsuma, me embelesa; su mirada, una vista aérea en torno al vergel, aprisiona al instante toda sabiduría de la seducción y su abrigo lanoso, que es oscuro claro o verdigris, aprisiona mi pecho, que es ancho, sufrido; y su piel se apodera de mí y mi mundo ya no es mundo, es subversión, catástrofe, acupuntura, susurro, holocausto, aliento de la imaginación, un mundo al revés ante tanta indolencia y desconsolación frente a la niñez y el envejeciente, más que a la juventud, como ella;
cuando un gesto suyo se inicia revive un orbe de placer en todas las urbes del vigor, y ese placer se vierte simétrico, y una flema renace desde sus pechos; y cientos, miles de cosas surgen a su entorno: bellos amaneceres, ósculos de paz en cierne, azules y naranjas o encarnados, y marrones azucenas en lontananzas, sombras de luz que se expanden como fuegos, y esas sombras, nubladas o entumecidas, asumen ansias y dolores sonreídos, y remolinos de vientos de los alisios del norte, con tornasolados inmensos, con coloridos y espectros de suavidades, de borrascas y lluvias, de aconteceres hechos con una violenta tempestad intempestiva o remolinos intempestuosos;
y el color del cielo arremete contra el suelo, que se llena de glorias, de abetos, de hirsutos pinos henchidos que parecen ángeles rojiazulinos, vistos desde el mar, desde el poniente y su azulado horizonte casi celeste o duquesa o añil, o malva, o su crepúsculo anaranjado que es violeta o ámbar, y surgen duendes, desde las alturas atmosféricas, como ensenadas de luces, de incineradoras, de fuegos fatuos, de perspectivas sin límites en un arrabal de piedras lisas y rocas rocallosas, arrabalizándose en el cerro más cercano, o en una estancia redondeada, calcinada, enfurecida, con toda clase de lujos, sí, llena de lujosidades, de filigranas secretas, de huellas, de adornos, de solariego sol exuberante de vanidad, de pedantería, de orgullo ensimismado, porque en ella sólo existe la altivez, el estilo, la vanagloria, el hurto de los aproches bellos, de sutilezas, de sumisión;
y allana mis sentidos desde muy profundo de su ser, un ser apacible y emergido, un ente de sinceridades, de pasión y atalaya y arrogancias, a un tiempo, con un cuerpo de sosegada unción, y su cintura es más que un cinturón, con curva de violín, o de cimitarra más que guitarra, o de chelo más que violonchelo, o de bajo más que contrabajo, y tiene una visión emergente, muy florida, en que surge un bosque de amabilidad, de sonidos encriptados de cristal, tal el agua, y mensajes sin exabruptos, y matorrales de caricias puras, y ecos repetitivos en una resonancia de insondable altura, repletos de expansivas sonatas redivivas, inmarcesibles, impertérritas, disciplinarias; y es que Ariadna, en un universo alucinante, en tanto atisbo, sesgo propositivo, propone gestos, diálogo, trincheras con socavones de bondad y sabidurías; y apura las locuras de deseos carbonizados en la hoguera del agua, al calor de la noche, y cuando no, sugiere envolver volutas de tamarindo, apetecibles, y susurros de crujidos labios, besados como versos entre la lluvia o lluvia transparentada de incoloros vidrios de rugidos y tintineantes campanas de metal, o de adobo, o de cal marina, o de calentura de sal, y alfiles sutiles, ingrávidos, fingidos, enclavados justo al lado del pecho derecho, que quiere decir a la izquierda, que es igual, y ese pecho se llena de agua de florida, zumo de tornasol, alcohol de penetrante zumbido;
porque el amor, caprichoso, ha florecido en espadas cantarinas, en chatarras engomadas con tierra y azucenas, y me deslumbran, en tanto florece una mañana de rocío, y el pavimento ya no es oscuro, sino atardecido de azul cárdeno, como en las alturas en perspectiva, allende los mares, en la lejanía, como el amanecer, y hay aves, caballos, flores, praderas o prados verdes o azulinos, y árboles entremezclados, que le llegan al encanto del mohíno de su sutileza, tranquila o suave, como arpegio musical, porque la voz de Ariadna es suave, sutil, indetenible, como la mar en su subir y bajar, lento o en torrenciales burbujas, borbotones a la vista, o sea, ráfagas en raudos o rugientes aguaceros, como un ajiaco tropical;
es como pasar circunstancialmente de la claustrofobia al oprobio del agorafobia, en donde los ecos de su voz retumban sutiles, claramente en mis oídos; y esa voz, que más que arpa es violón, más que un cuchicheo, aparenta un susurro; esa voz, repito, estalla en cada rincón de la casa, en los esquinarios de las habitaciones, en cada anochecer del tiempo, y es su tiempo un viento gélido, torbellino de pasión, un vozarrón, otro vendaval, como la tempestad, que asumiendo que ella es fría o caliente, que transfiere su fuerza en una sinrazón apaciguada, sonreída, arremete contra cada consolación que esquiva la mirada, en tanto deviene un mundo que alucino cuando me mira, porque siendo sus ojos claros un linajudo vergel, se vuelven nubes, y brisas sumergidas en su vientre, y florece en piedra y tierra, en polvo y río, que se estremecen con un beso, quise decir en un verso, un verso antitético, quiero decir, caótico o cuasi sublime, enredado o grácil, regio o susceptible, espejeante o cerca de lo oscuro, inmenso o imperceptible,
en fin, un todo en un caos que brota como un cosmos de emoción, en donde hay, en ella, pequeños detalles que la hacen ser hacendosa, al amar, al temer, al decir, al oír cientos de cosas, en tanto su amar llega hasta el sofisma de la inmensidad del conjuro, y su temer aprisiona sus deseos que insultan a la rosa más delicada de la órbita terrestre que se inserta en su vientre, y su decir invierte los relámpagos estruendosos en sonatas apacibles, y su oír prorroga la existencia de la melodía menos invernal posible;
y siendo mesonera, que no misionera, dilata las angustias y las ansiedades de los comestibles, de lo bebible, y las congojas y la zozobra que invierten el verano, haciendo del calor un fuerte frío, y viceversa; y siendo esto posible dentro de todas las posibilidades, también es dable que sus manos dobles sean un puñado de reflexiones, porque hablan en cada movilidad de sus dedos, elevando o subiendo el índice acusador, mostrando las palmas como duna adyacente a un mar de esperas, como un detente, un estop, como diciéndole a alguien que siga adelante en el camino de su piel, aunque encuentre anarquía, sinrazones, acupuntura doblada, depósito inaccesible, una plaga de langostas, una trama militar apoyada por oligarcas sin sueños (eufemismo poco digerible), o un maligno virus universal como el Covid-19,
para dirimir inferencia sin deferencia, o referencial, y se vea entre el ser y la nada, la metrópoli y la ruralidad, el sol y la luna, en tanto facciones irreconciliables; así es ella, mi Ariadna, el ser y la excepción, la salida y la irregularidad, la doblez y la simple individualidad; pero siendo forma del mal, es decir, de la inexistencia, de lo sufrible, se invierte sabiduría y sumisión, a la vez, y un campo de concentración que reduce al prisionero (o privado de libertad, o sea, al no ser, que es la expresión política del inutilizado, del hazmerreir, del insidioso, con o sin amarguras), porque ella es la imagen misma de la extrañez (en sentido literal o figurado);
en su régimen se yuxtaponen (o superponen) la contrarreforma y el liberalismo, esto es, contraataca si la atacan, y se levanta en cada caída y recomienza en cada obstáculo y en cada embarazoso zumbido de embarazo; y asimila en su mente toda una gimnasia de regodeo, una ola trasfigurada de pundonoroso pudor, un marfil de besos ascendidos, una porcelana en la más intensa brillantez del placer, que filosóficamente hablando se asemeja a la más ardua postura del ¨imperativo categórico¨, por su esfuerzo, mas no por su disfuerzo, por su eticidad y su asidua bondad, por su estoicismo en el cariño;
asimismo, quiere cantar vestida de novia, ser el recuerdo del baúl, vivir el ir y el venir en cada arremetida del amor, todo a un tiempo, y es cuando su rostro adquiere una trinidad ancilar, en tanto, península, islote, cordillera central o septentrional, da igual, pues, a la vez, es trópico, palma y mar, quiero decir, tibia, lozana y sensual; en consecuencia, ella es fascinante, porque a bordo de su existencia hay de todo; me refiero a esos pequeños detalles que la hacen ser forjadora, fantasía de acopios de soledad, buhonera en la iniciación del humor, quincallera de momentos exquisitos, que como aspavientos ofrece;
por ejemplo, tirarle un beso para darle un gustico a uno, o insinuarle un regodeo, un deleite, un gozoso empeño a alguien, o enviarle dulces etéreos en el café o el té cada mañana o en el nadir del crepúsculo, para que se inspire a escuchar la canción del amor o del desamor, la más favorita, esa que se repite y repite hasta el dolor, pese a no entender qué significan ciertas palabras como ansiedad, compungido, ensueño, vanidad, corazón amargo o vértigo del amargue, y que ponen a suspirar, sonreír, temer, respirar, musitar, oír, farfullar, profundamente, como cuando se toma una siestecita al rumor de la tarde, previo al cafecito dietético;
y de esa forma, ella, con su olor, con su chasquido bilabial, con su mirada inquieta, o esquiva, le quiebra el alma a cualquiera, a mí, que sólo observo, dando derecho a sufrir o a pausar los latidos, a embeber su aliento, pero en el destierro de la soledad; o sea, ella da la opción de estar bien cuando uno se siente bien, o mal cuando ya se está que uno no se aguanta, bien quebrado o concorvado, y da el derecho de nacer de nuevo, o romperse en dos, quebrajándose, y construir una vida nueva, y borrar de los hábitos malditos toda amargura posible, ésa que amilana, la que rompe el estatus sentimental y uno se desploma, se condena al ostracismo, a una inmolación, a una conflagración de los sentidos, para dar oportunidad, en las oportunidades posibles, de adquirir la misión de abordar otra oportunidad oportuna, de irse, de asirse y permitirse llorar, llorar desapaciblemente, con esa risa loca de los condenados en el amor, hasta el dolor, otra vez, hasta que el cansancio se dilate en las pupilas, o uno, yo, alguien, se estrese; sin embargo, obvio decirlo otra vez, ella es fascinante, y la quiero seguir contando; o cantando; o soñando, hasta el cansancio; y alucino, siempre que me mira, alucino un mundo desapacible, arrogante, tumultuoso, efímero; pero, y qué,
¿acaso voy a desfallecer con tanta humillación, con tanto dolor visual? Mejor sigo alucinando, y sigo feliz…
El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático en O&M, UTESA. Escritor: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.
E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com. Face Book:Wasap: 809- 353-7870.
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