Leonardo Gil
En la historia del crimen organizado, pocas veces se mira hacia atrás para reconocer que el narcotráfico, tal como lo entendemos hoy, no nació en las montañas de América Latina ni en rutas clandestinas custodiadas por carteles. Su origen está en una operación comercial y militar perfectamente estructurada, promovida por una de las potencias más poderosas del siglo XIX: Inglaterra.
Esta es una historia donde los barcos británicos no solo llevaron mercancías, sino también millones de dosis de adicción; una historia donde un imperio decidió convertir una droga en arma económica para quebrar la resistencia de una nación cerrada y orgullosa: China.
Gran Bretaña, para ese entonces dueña de un poder naval sin precedentes, se había encontrado con un problema que desafiaba su economía: la balanza comercial con China era negativa. El té, la seda y la porcelana que Europa consumía con avidez debían pagarse en plata, y China no estaba interesada en productos occidentales. En un mundo donde la riqueza se medía en reservas de metales preciosos, esto era insostenible.
Fue entonces cuando Londres decidió algo impensable: utilizar el opio como moneda de intercambio. Cultivado en la India bajo el control de la British East India Company, el opio comenzó a viajar en barcos británicos hacia las costas chinas. Lo que hoy llamaríamos narcotráfico internacional nació como política de Estado. Todo estaba organizado: cultivos, empaques, rutas y protección militar.
En pocas décadas, millones de chinos habían caído en la adicción. Funcionarios del imperio Qing fumaban opio en sus despachos. Comerciantes, campesinos, soldados y estudiantes veían su vida desmoronarse bajo el efecto de la droga. El tejido social se debilitaba, la recaudación fiscal caía y la productividad se desplomaba. China enfrentaba una crisis sanitaria y moral sin precedentes.
Cuando el emperador decidió detener aquella tragedia nacional, enviando al comisionado Lin Zexu a confiscar y destruir cargamentos británicos, Inglaterra respondió como responden los imperios cuando se toca su bolsillo: con cañones. La Primera Guerra del Opio estalló en 1839, no para proteger principios o libertades, sino para defender un negocio millonario basado en la adicción de otro pueblo.
China, con una fuerza militar tecnológicamente rezagada, no pudo resistir el poderío de la armada británica. El Tratado de Nankín, firmado en 1842, fue una humillación histórica: apertura forzosa de puertos, indemnizaciones descomunales, cesión de Hong Kong y, lo más irónico, el derecho británico a seguir comerciando lo mismo que había destruido al país: el opio.
El narcotráfico había sido legalizado por tratado internacional.
La tragedia continuó con la Segunda Guerra del Opio (1856–1860), que consolidó la influencia occidental en China y profundizó la dependencia hacia la droga. Mientras tanto, para Inglaterra, el negocio había cumplido su propósito: equilibrar su balanza comercial, financiar su expansión y consolidar su dominio sobre Asia.
Hoy, cuando pensamos en narcotráfico, imaginamos carteles, laboratorios clandestinos y rutas secretas. Pero el primer gran cartel de la historia llevaba uniforme, tenía bandera y contaba con la flota naval más poderosa del planeta. Su nombre: el Imperio Británico.
Recordar esta historia es indispensable para entender que el narcotráfico no es solo un fenómeno criminal, sino también político y económico. Y para aceptar que la primera gran maquinaria internacional de drogas no surgió en la periferia del mundo, sino en el corazón de una potencia que construyó su riqueza, en parte, sobre la destrucción de otro pueblo.
El narcotráfico moderno nació con un sello imperial. Esa es la verdad histórica que a menudo se prefiere ignorar.
El autor es consultor en comunicación política y de gobierno.
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