El capítulo que narré sobre VillaCón…, en una de mis novelas

APOSTILLAS #33.

Federico Sánchez (FS Fedor)

En una de mis Apostillas publiqué un reportaje sobre el entorno comercial en que se ha convertido Viila Consuelo, antro barrial de la parte alta de Santo Domingo, Distrito Nacional. Mencioné que ya había hecho alusión a esa situación en mi novela ¨…y aunque sea con borrones, escríbeme¨, 2011. En el tiempo de la novela, 1998, el personaje principal, Doña Ana, hace una visita a ese ambiente comercial, una tarde de septiembre, con un sol calcinante y a un tiempo apacible, debido a las diversidad de las nubes, siempre cambiantes. Su propósito giraba en torno a la compra de suvenires para regalarlos a algunos familiares y a sus amigas domincanyorks, Aly y Lety, esta última de visita en el país, después de 32 largos años de ausencia.

Transcribo ahora un segmento del capítulo 5, donde está esa descripción… Veamos:

Y así, Doña Ana, y en su juventud Any, transcurre el día, sin penas ni gloria, y al llegar las cuatro de la tarde le recuerda a Lusy, su hija mayor, que irá de compra, y que de regreso quizás no vuelva a pasar por el colegio escolar y siga hacia su hogar.

Ya era hora de que saliera de allí, tenía que salir antes de lo pensado, porque de mantenerse ahí, sentada, pensando, sólo pensando, probablemente no lo soportaría, como si el tiempo no pasara, como si todo estuviera paralizado, como si aquietarse e inquietarse, o quedarse queda es como si se dejara de respirar, o morir, o espirar, o sumergirse en un abismo de soledad, en un laberinto sin hilo arácnido para conducirse, orientarse, y revivir o desvivir, y supurar o condecorar, y emerger o detener esa vida tan pensativa y eufemística; o ser indiferente al paso del tiempo; sólo observando los objetos diarios, del diario vivir, rodeadores, que ya son una monotonía, sobreseído, como esa credenza repleta de libros leídos y requeteleídos, como ese abanico de aspas ásperas, vaporosas, jadeantes, volátiles, aspirantes, que giran y giran incesantemente alrededor de su diaria vida, como esos objetos portadores de todos, de lápices y lapiceros, de reglas y compases (¿como un compás de espera?), de borras y crayones, y portadores que más que sostenedores son adornos que engalanan o hacen más aparente la superficie del escritorio, que dicho sea de paso el tiempo ya se le viene encima y “hay que cambiarlo, renovarlo”, piensa ella; y asimismo como otros objetos que hacen de esa oficina escolar un estímulo a hacer un inventario sistemático, una experticia descriptiva, un prólogo narrativo de todos esos objetos significativos, posados sobre el escritorio, y qué decir de esa imagen, de esa figurilla espigada, quijotesca, delgada, de seis pulgadas de alto por tres de ancho, hecha a fuerzas de filigranas, hilos dorados golfinados transfigurando la figura más famosa del universo, la manchega imagen de Don Quijote, esbelta, mirada inquisidora, exquisita, barbilla erizada, pecho altivo, y una pierna semi doblada, cuyo pie izquierdo está colocado sobre una simulada y símil peña, y en la otra pierna descansa una lanza en ristre, cuya punta ya no apunta directamente hacia el techo, pues tiene un doblez en su extremo puntiagudo como si apuntara a la pared del fondo del espacio escolar y ala ejecutiva, y esa figura hueca, huesuda, espigada en su quimérica oquedad, hebra de trigal cobrizo en fin, es el adorno más trascendente del escritorio, de la oficina, porque su símbolo, su estilema, su estigma, su signatura, su paradigma universal es el signo más emulativo ¿de la valentía, de la osadía, de la aventura, de la justicia, de la equidad, o la locura?. La misma Doña Ana ya no lo sabe, y yo tampoco la comprendo muy bien; pero igual da. Sólo es una fábula, un mito, un esperanto de la ficción, y en ficción se mantendría ella si no sale pronto de esa oficina a comprar los suvenires.

Doña Ana salió huyendo de la oficina, va hacia su carro y después de chequear la cajuela, y cotejar algunos utensilios, deja un espacio para poder colocar las compras. De la calle Juana Saltitopa con Juan E. Jiménez, donde está el centro educativo, se dirige hacia el Sur. En el camino, transitando la Saltitopa hasta la Eusebio Manzueta, observa con pavor que muchos de los locales comerciales antes eran casas de familias. Ahora sólo son colmadones, fantasías, carnicerías, pollerías, y en cada esquina, con su paraguas o parasol siempre hay un yaniquequero, una cafetería y una tesera ambulante, con varios termos sobre sus hombros. Pero aún quedan algunas casas viejas de madera, inservibles, otras están reparadas, con el frente de block, hechos a base de gravillas y arena. “Al menos quedan algunos residuos familiares”, se dice a sí misma, y se aquieta, y sus ojos dejan de nublarse por el sorprendido y escaso espacio que han dejado para las residencias.

En la Manzueta, espigada aún y con sutileza, dobla hacia la José Martí; ésta se ha convertido en una arteria comercial indescriptible, que se inicia en la avenida Mella, en las proximidades de las barriadas San Antón, San Miguel y Santa Bárbara, todas antecediéndoles a la Ciudad Colonial, y luego la Martí, y desde ese ducto, atraviesa el barrio Villa Francisca, penetrando al Mejoramiento Social y cruza Villa María, hasta morir en la Padre Castellanos, en el Ensanche Luperón. O sea, recorre unos dos o tres kilómetros de Sur a Norte. 30 años atrás todos los frentes de estos negocios eran residencias, hoy el 80 por ciento son comercios, de todos tipos, antros de mercaderes, hangares de bisuterías, armarios de venduteros. Muchas de las casonas han sido convertidas en edificio de tres y cuatro niveles, edificaciones hechas a la carrera, cajones desestéticos y desestimulativos, y con un diseño arquitectónico cuadrado, como si fueran cajones, cuadriláteros de maderas parecidos, y como relámpago en eso pensó, a las cajas que traían los bacalaos noruegos hace tantos años. Es una arteria comercial paralela a la Av. Duarte, que era la única vía comercial, y hoy tiene como competencia a una José Martí en apogeo comercial, presentando sus ofertas y demandas de todo tipo.

Al llegar a este punto, Manzueta con Martí, Doña Ana mira hacia la izquierda, ve varias edificaciones levantadas desde las casonas viejas, una farmacia, antes de un nivel, ahora de tres. Donde estaba la carnicería de Cheo, el carnicero siempre borracho y bonachón, hay otro tipo de negocio, agrandada, con chucherías baratas, calizos o chancletas de gomas, “alpargatas” chinas, calcetines, objetos plásticos para la cocina, entre otros, que cuelgan de un madero lateral o un listón metálico, en el frente y sobre la puerta, como si fueran adornos navideños. Más acá, donde estaba el árbol de laurel gigante, la mata de bolitas le decían en su adolescencia, hay un edificio de cuatro niveles, que aloja en su interior negocios varios; el laurel ya no existe, fue molido para darle paso a esa edificación, pues el árbol era tan alto y las ramas tan extensas en su vastedad ramificada, hasta llegar al otro extremo de la calzada, que hubo que derribarlo para poder construir. Es la destrucción de la construcción, o viceversa, vaya paradoja. “Unión y lucha de contrarios, al decir de Marx”, piensa ella sin inmutarse mucho. Luego observa a su derecha, José Martí subiendo, y ve que casi todas las casas familiares ahora son un canto a la abundancia y al consumo; ve una fantasía con su quincallería incluida, una tiendecita de calzados, con sus carteras y accesorios de mujer de ñapa, una banca de apuestas, de loterías y por demás deportiva, una Compra-Ventas para paliar la situación económica momentánea de los sucedáneos, improvisados peatones, zombis asoleados aparentemente de miserable vida; y se ven, además, algunas que otras cafeterías, relojerías y confiterías. Y Doña Ana vuelve y se llena de pavor, pero apacible. Y evocó la candidez de sus recuerdos de años de su adolescencia para tener un mejor ánimo en su interior, por la sencillez, la inocencia, la tranquilidad que daban estos lugares en un tiempo de poca bullanga y de arrabalización intensa.

Luego de su observación rápida y vacilante, Doña Ana sigue la Manzueta, cruza la avenida Duarte, continúa hacia y por la Peña Batlle y luego de dos o tres cuadras, próximo a la calle Pimentel, se estaciona y decide caminar, y observar, y experimentar, recordando sus largas caminatas de adolescente, las que realizaba por la Duarte con Alicia y Leticia. A dos cuadras de ese lugar está el mercado viejo de Villa Consuelo, que hace años el ayuntamiento del Distrito Nacional ha querido repararlo, pero se ha quedado entre promesa y el desafuero de haber sacado a los comerciantes de la estructura para colocarlos en una calle aledaña, cerrada e improvisada con casuchas estrechas, alojando las mercancías apretujadas en mesetas, en estantes de madera barata, compradas al mejor postor en los aserraderos, cercano al play de la Escuela Normal Juan Pablo Duarte. A pesar de estar en construcción, este mercado se ha convertido en el centro de atracción de todos los barrios aledaños a VillaCon, como suele llamársele, tales como Villa María (que antes era La Faría), Villa Juana, Mejoramiento Social, Bameso, Villa Francisca, San Carlos, Villa Agrícola, 24 de Abril, Guachupita, Espaillat, Luperón, Simón Bolívar, María Auxiliadora y La Fe. Y casi todas las calles que bordean este mercado, extendiéndose a tres y cuatro cuadras a la redonda, están repletas de tiendecitas que venden al por mayor y al detalle, convirtiendo el sector en un antro de sobrevivencia comercial, un andén o quizás un travesaño, una azotea de soporte de la vida, visitados diariamente por mamarrachos asoleados, vendedores de soledad, que buscan aliviar sus penas comprando y vendiendo deseos y necesidades o revendiendo para buscarse el moro. Y los venduteros de alimentos de cocimiento rápido, como frituras de víveres y carnes y pescados, sándwiches y jugos, empanadas híbridas, bollitos de yuca y de papa y de maíz, quipes y yaniqueques, no podían faltar. Sus presencias es imprescindible, imperativa, necesaria, pertinente, un sostén ubicuo, un jolgorio alimenticio precoz y momentáneo, por breve. En realidad, estos comedores ambulantes y al aire libre son un sostén estomacal, un “tente ahí” improvisado, un aliciente refrescante, por su líquido frutoso, el acicate emulativo de los mismos compradores que luego son vendedores, en fin, todo una economía informal de humo y grasas.

Y entre ofertantes y demandantes, éstos divididos entre consumidores consuetudinarios y ofertantes a la vez, pues son revendedores asiduos, ubicuos; entre ambos, repito, hay una convivencia increíble, confabulada. Y así es. Estas calles están repletas de gentes atemporales, sin noción de la hora. Sus objetivos son obtener adminículos vendidos al mejor postor, o venderlos a precio de competencia, por debajo del precio estándar y el Premium, ese producto de alto valor comercial, supuestamente por su calidad inherente, y los vendedores o compradores, cuyos vínculos a veces se hace íntimo, por la necesidad y el deseo de obtener o vender; son fieles negociadores del día a día.

A veces esa interrelación biunívoca es comercial, como reflejo de sus bolsillos en cada compra o reventa, luego revendidos en su lar barrial. Son personas de todo tipo, pero sobre todo gentes simples, comunes, alegres unos, aburridos otros, que se lanzan a la búsqueda de una esperanza agraz, audaz, y pagan regateando, pidiendo rebaja en cada precio, en cada objeto. Son personas con sus rostros en blanco. Sólo se ven, vistos como socios, por un instante entre sí, aunque a veces al repetirse la venta, todos los días, todas las semanas, esos rostros se hacen familiares. Cómplices. Buenos samaritanos. Secuaces en una misma causa no cuasi casual. Son gentes que pagan con pesos devaluados cada día el precio de su esfuerzo, de su sobrevivencia, de su existencial mansedumbre; pero mantienen cierta conformidad; son gentes que visten según sus apretadas ganancias, según sus cuellos puedan sudarse; gentes que aprietan sus bocas según los humores y los olores que surgen de su cuerpo en cada roce, en cada chispa encendida en su mirada; gentes que se sostienen pendiente, su corazón pendiendo de un hilo, determinado por la circunstancia circunspecta, la coyuntura inminente, la conjetura emocional, la disyuntiva que enlaza el oportunismo y la sumisión, y la interrogativa evanescente que ofrece la especulación o según logren conquistar el precio de sus emociones; en fin, son gentes anónimas de un submundo casi acontecido, casi deshecho, casi prolongado en un tiempo sin tiempo.

Tan pronto Doña Ana se desmontó fue abordada por los buhoneros, por esa gente, tanto los que están en las aceras, próximo a los contenes, como los que están en las puertas de cada negocio. Ella sólo observa, a veces rechaza con la mano, a veces expele una sonrisa agradable o de cortesía, sonrisa que puede ser un signo cinético de gratitud o de rechazo complaciente, pues la sonrisa es un signo de signo, o sea, no se sabe si tiene acogida o rechazo, según la cortesía del emisor, máxime si tiene tan noble gesto facial y ademanes tan decorosos. Ella sólo, a solas consigo, se detiene cuando ve algo y le llama la atención que sea digno silente de la emotividad. Y sólo así compra y compró flores plásticas y floreros, útiles escolares, como borradores y borras, lapiceros y lápices, papelería para la oficina, una resma de papel bond 20 para el prínter de la PC, algunos juguetes para los nietos y sobrinos, entre los que se cuentan canicas o bolitas de cristal para los niños jugar, de las denominadas fifíes, bolas normales o estándares y bolones, tanto de un solo color, verde, azul, roja, como de colores combinados, disforzados, variopintos, de ésas que tienen vetas en el interior del cristal. Y esos colores simulados, de abigarrada ternura, le alegraron el alma por un instante.

También compró pelotas macizas de jugar béisbol, cuya goma hace que la pelota rebote con fuerza al toque de un palo o de una pared, y también pelotas de volibol, especialmente para las niñas, nietas y sobrinas. Además compró crucigramas y libros de entretenimientos, tanto de dibujos como de juegos de letras y adivinanzas. Y para los varones eligió pistolitas y metralletas de agua, para jugar al escondite y al “tiro loco”, al estilo Cisco Kid, o Coyad, o Harry el Sucio, o el Hombre del Rifle, o los personajes de Combate, o de Hopalones o Cassidy o Gene Autry o Roy Rogers o los personajes de La guerra de las galaxias, pues habían modelos de estas aventureras películas. A un buhonero, que tenía decenas de CDs sobre una manta, que a la vez estaba sobre una tabla ancha, que a la vez estaba sobre dos huacales de botellas de refrescos, que a la vez estaban sobre la acera, le compró algunas producciones musicales, tanto para su colección personal, como para enviárselas a

Aly; eligió, y lo hizo por un instinto de buen gusto artístico, cosechado durante muchos años de auto apreciación musical, y así fueron a parar a su cartera-bolso Leo Fabio, Leo Dan, Sandro, Yaco Monti, Rafael, Danny Riveras y Danny Daniel, entre los baladistas, combinados con los dominicanos, Fausto Rey, Camboy Estévez, Sonia Silvestre, Ney Nilo, Omar Franco y Anthony Ríos, y las contrincantes vocales Vickiana y Olga Lara. De los ritmos tropicales eligió a Los Toros Band, Los hermanos “Bomba” Rosario, Sergio Vargas. El Mayimbe merenguero, Fernandito Villalona, y el Mayimbe bachatero, Anthony Santos, y su bachatero principal, El Príncipe y pionero José Manuel Calderón, en una producción musical encabezado por “Luna, uuuah, / dime tú si ella me quiere, uuuah, / como yo la quiero a ella, / como tan sólo se quiere una sola vez…”, recordándole que esta canción fue mencionada en el careo musical, con sus amigas, ayer domingo en la tarde.

Doña Ana, luego de esta selección apretada, decide seguir sus pasos, con los objetos comprados empaquetados en dos fundas grandes, coloridas y de fondo crema; siguió y caminó a ver qué encontraba, que mucho encontró. Dobla algunas calles, todas repletas de transeúntes, de negocios pequeños y grandes, de buhoneros, gentes que se confabulan en un instante, en un lugar, y sin conocerse si quiera, que se sienten cómplices de una actividad que les permite mezclarse entre sí, y sus vidas es un canto a la esperanza, a la sobrevivencia.

Durante el día, estas calles son bullangueras, o bulliciosas. En la noche, cuando la luna aún no surca el lejano cielo y deja en penumbra todo el entorno, estas calles se ven solitarias, subsurcadas por la nocturnidad pasajera, notándose un contraste incomparable con lo que pasa en el día, y en la noche estas bocacalles sólo son frecuentadas por proxenetas con destrezas para convertirse en intermediarios inminentes, alcahuetes suspicaces entre servidoras sexuales y unos furtivos clientes que buscan un aperitivo, un aliciente emocional que les permita romper su soledad y esquivar por un momento su asidua adoración de imágenes televisivas de telenovelas y películas eróticas para convertirlas en hechos fatuos, momentáneos. De facto, son papanatas ingenuos. De paso, anacoretas asexuales. De por sí, ermitaños de calles promiscuas de pasión y de oscuridades.

Y durante las noches, ambos grupos de confidentes emocionales, o sea, las sexi- ofertantes o servidoras sexuales y los no menos sexi-demandantes al mejor postor (o postora, si es que cabe el término para el caso del género femenino), en medio de sus actividades, y sumidos en una antinomia increíble, en cualquier rincón oscuro se iluminan, o en cualquier parte baja se sumen en las alturas, o en sus lentitudes se aceleran, o en sus vacíos existenciales se llenan de placidez elemental; los primeros, o sea, las dadoras de caricias plenas, vendidas por cheles, reciben dádivas para unos días de consumo; los segundos, o sea, los receptáculos de emociones momentáneos, útiles, obtienen la virtud en toda una noche; y ambos grupos, en sus sutiles o seductoras miradas, y entre vasos de espumeante cerveza y volutas de humo de cigarrillo, dan gracias al cielo por tanta gratitud, aquí en la tierra.

Al pensar en este contraste, en esta transformación de la ciudad, de lo que era antes, espacios familiares inocentes, inhibidos, pero inevitablemente vecinal, a lo que es hoy, antros comerciales de día, y epicentros placenteros, virutas al detalle de emociones sensuales, sexuales, en la noche, se le ocurre a Doña Ana escribirle a Aly notificándole, describiendo, narrando sobre lo que fue su vecino barrio y con él toda la ciudad, y lo que es hoy. Todo un contraste insufrible. Piensa que podría escribirle sobre el crecimiento de la ciudad, decirle cómo ha evolucionado el país. Sí, decirle, a

ver, que la ciudad que dejó ya no es la misma, ya no existe. Se ha expandido de los pocos kilómetros cuadrados que era en el 1966 a más de 50 a la redonda, como es hoy, 1998. A ver, qué le diría, bueno, contarle de los barrios y residenciales nuevos que existen, cómo se han formado, no sólo con emigraciones del campo a la ciudad, sino también, y sobre todo, con la explosión demográfica que hemos sufrido con el crecimiento de cada familia (de padres y madres, convertidos en abuelos-as, y en bisabuelos-as, y en tatarabuelos-las; barrios formados, genéticamente hablando, con tres y cuatro y hasta cinco generaciones de familias vecinales), obligando a los ayuntamientos a tener que abrir espacios en los terrenos que surcan toda la ciudad. Cómo el Este, el Norte y el Sur, se han expandido, atravesados por grandes avenidas, circunvalaciones por donde se circunnavega, y que como lazos de presa o culebras concorvadas atraviesan muchos residenciales, uniéndolos como un cordón umbilical, y que probablemente sea una estrategia militar del Estado para tener mejor control de los ciudadanos, pues de mantenerse aislados sería más difícil llegar hasta ellos, echarles un cerco con rapidez, en caso de necesidad de un despliegue militar.

En el 1965, durante la Guerra de Abril, se demostró, se vio lo difícil que era llegar hasta Ciudad Colonial y Ciudad Nueva, porque no había forma de llegar hasta allí, sin avenida de enlace, una callejuela amplia y recta; era difícil llegar sin tener que usar fuerzas de mar, aire y tierra. El bombardeo del puente Duarte, por los milicianos anti constitucionalistas fue otro hecho que demostró que cuando los barrios o grandes residenciales no tienen acceso se hace difícil penetrar hacia ellos y dominarlos por la fuerza de la razón y/o de la bayoneta. No fue casual que Trujillo siguiera el camino de construcción vial iniciado por los americanos durante su primera intervención al país, en 1916, pues era una forma de acercarse con mayor rapidez a los alzados caudillistas que se rebelaban en las lejanas provincias. Y de ahí vienen las circunvalaciones de asfaltadas y encementadas avenidas que se inician en el Sur de la ciudad capital, de Santo Domingo, bordean todo su espacio, atraviesan el Este, llegan al Norte, surcan el oeste, y vuelven y caen en el Sur, al otro extremo de su inicio, todo un cordón formando un redondel de residenciales ubicuos, compactos, con miles de ciudadanos dentro de su círculo, que no vicioso, ni ocioso, sino inteligente. Eso piensa Doña Ana que podría escribirle a su amiga ausente. Y también hablarle de la modernización, y de los túneles y los elevados viales para despejar el caótico tránsito, lleno de vehículos nuevos y viejos, polucionando un ambiente ya de por sí irrespirable, signo, estigma, impronta evidente de un contraste inhumano, entre avance y atraso, del progreso y el terror, “civilización y barbarie”, al decir del humanista argentino, D. F. Sarmiento.

Y asimismo piensa decirle cómo las principales avenidas se han llenado, si no de rascacielos, al menos de edificios enormes, hasta 30 niveles, creando un nuevo tipo de arquitectura con una ideología socializante, de amplias e inminentes relaciones públicas, pues alojan en su interior de concreto, bellas y lujosas oficinas y plazas comerciales, y salas de cine, y expendios de comidas rápidas, los famosos fast foods, y heladerías, con entorno recreativo para toda la familia, haciendo un contraste descomunal con los grandes barrios marginales, ahora más amplios, más abundantes, más poblados, todo una jauría humana de apretados pechos turbulentos, arracimados, en tanto están hacinados unos contra otros, casuchas contra casuchas, gente contra gente, en su interior y estrechado techo macilento.

Le diría que hay anarquía en todo, en los centros sociales, en la administración del Estado, en el comercio, en los gremios, y asociaciones y sindicatos, ¿sindicatos? Y al pensar en esta última entidad, a su mente llega, fugaz, voraginoso, impertérrito, como tolvanera a la deriva, rodante vendaval de alto vuelo, como el peñón de Sísifo, que le trastorna su mente, la subvierte, la subyuga y todo lo que ella quiere, en este momento, es volar, huir, correr, involucionar, transportarse hacia el espacio sideral, huir de este mundo, porque le llega una palabra utilizada por Lenin, al definir este tipo de organizaciones, y a su mente llegan las palabras “anarcosindicalistas”, y “anarcopolíticos”, que por la forma de estas organizaciones y personalidades comportarse, eso son. Eso piensa ella y sigue pensando que esas organizaciones acuden al llamado “Centralismo democrático” para crear el ambiente de que la mayoría toma las decisiones, y no es más que un eufemismo, un ardid, un señuelo, sórdido y cobarde, para engatusar a la membrecía montaraz, ciega de aciago día y deseos.

Y qué decirle, eso piensa, del río Ozama, toda una calamidad; de otrora agua cristalina en donde se podía enjuagarse los pies sin temor a una contaminación, ahora es una cloaca infernal, inmunda, enorme, sucesiva, “zumárraga”, arrojando toda una caterva de deshechos putrefactos hacia el mar Caribe, ennegreciendo las salinas y cristalinas aguas de los alrededores de la playita de Güibia, donde tantas veces se bañaron, “y asimismo”, piensa con lucidez y espasmo a la vez, “está la pocita de la Zurza, aledaño al río Isabelita, al final del Mercado Nuevo, en la avenida Duarte, que visitamos varias veces, aunque no nos bañáramos”; que sólo observaban a los muchachos del barrio zambullirse y “verlos nadar como pez en el agua en su escasa agua transparente, mientras nos tiraban piropos y algunas lisuras majaderas, alabando con cortesía nuestros encantos femeninos”.

Le escribiría, vamos a ver, que con el desarrollo de la ciudad creció un tipo de comportamiento que ha invertido, negado todos los valores tradicionales de decencia, de buena vecindad, de camaradería, de solidaridad social; la gente de hoy es más materialista, más monetarista; la visión de la gente hoy es más financiera que éticamente solidaria. La sociedad está carcomida por todos los sectores, sin distinción de personas, de profesión, de oficio, de clases sociales. Muchas de estas culpas son de los políticos, que se han encaramado en el solio presidencial, inmisericordes, audaces, para hacerse ricos, reinando la impunidad más placentera que se haya visto en el país, y los que no pueden hacerlo por esa vía, buscan cualquier alternativa de enriquecimiento ilícito, como la especulación, el engaño, el tráfico de estupefacientes, entre otros. Y vuelve a pensar, “asistimos a un esperpento de la historia. La humanidad busca placer corporal, no espiritual. Y el dinero es el mito, el ícono más adorado hoy día. Y la chabacanería es el acto ritual más común, y a pesar de que vivimos en un momento de la historia de la mayor cantidad de abundancia material, una gran parte de la humanidad vive en la extrema pobreza, víctima de los astutos y hábiles que se alzan con una gran porción que le correspondería a esos marginales, pero que no les llega por el egoísmo contumaz y la hipocresía que arropa a aquéllos”.

También escribiría, le diría que en este país, aquí, ahora, la corrupción administrativa del Estado y en general, campea por sus fueros, con todas las de la ley, pero sin ley que la detenga. Le diría lo que pensó esta mañana mientras leía el periódico, que repetirlo otra vez no sería ocioso. O quizás sí, pero a Doña Ana eso no le importa, ni a mí que la observo y la pienso, tan sólo. Así que ella le diría que el transfuguismo político, el oportunismo ya es un modus vivendi eterno. Existe lo que se llama la farsa profesional, esto es que un profesional se pasa toda una vida ofreciendo sus conocimientos a través de una oficina de mala muerte, y sus ingresos se mantienen en términos medios o con un superávit un poco apreciable, pero luego pasan cuatro años en una Cartera del gobierno y el superávit obtenido sobrepasa diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta veces lo que habían alcanzado durante los 20 años de servicio profesional que ofreció. Luego alguien eleva la voz de alerta, se destapa el asunto, se denuncia un acto de corrupción de ese funcionario, y le señalan los bienes que ha obtenido en ese tiempo gubernamental. Y es ahí donde surge la farsa profesional, diciendo que su fortuna es el fruto del trabajo de más de 20 años, aunque todos sabemos que en los últimos cuatro obtuvo el 80 por ciento de esa fortuna.

Por un instante, el pensamiento de Doña Ana se quedó en un limbo, en un vacío, en un espacio, en un círculo viciado. Reconstruir mentalmente la evolución física de la ciudad, su expansión, conjuntamente con el comportamiento humano, que como consecuencia traen todas estas transformaciones, le llevaría horas, días, meses, años, quizás, escribirla; y menos pensarla si tiene que interrumpir sus cavilaciones para caminar sin tropezar, o quizás al tener que observar a un tiempo los adminículos exhibidos en las mesetas o a horcajadas en las aceras, adyacentes a las tiendecitas, pues tiene que completar esa reconstrucción con lecturas que tengan algunas conexiones con la arquitectura, la urbanización y los humores del ente humano.

Y leer periódicos, y revistas especializadas, y libros, y brochures de ofertas de proyectos residenciales con estructuras de apartamentos y casas individuales o solares urbanizados, y así complementar su noción al respecto, y luego darle una visión interpretativa socio-filosófica del contenido; y lógicamente leerlo entre línea, con suspicacia, de modo que haya coherencia entre lo que lee y lo que va a decir. Y lanzarse a crear una teoría sobre la importancia del control estatal sobre los ciudadanos a través de la conformación de las nuevas arterias vehiculares que van haciendo; y tratar de interpretar la nueva ideología que emerge, que se va creando en una socialización que arrastra a la gente a tumultuarse en los centros comerciales, producto de un nuevo tipo de arquitectura que se acerca más a las relaciones públicas que a las relaciones humanas vecinales; y visualizar una teoría conductista o psicoanalítica sobre el aplastamiento con que lo urbano sojuzga al residente barrial, y posesionarse de una teoría que explique económicamente cuáles son las vías de captación de recursos, tanto estatal, como privado, llámese dolo, desvío, indelicadeza, trasiego, inconducta, hurto o tráfico de influencias, en la realización de estas expansiones, y arrojar resultados no contradictorios al respecto, y si no hay contradicciones, provocarlos y así crear un método dialéctico de análisis objetivo y subjetivo, de la concreción a la abstracción, tal como lo aprendió cuando era estudiante uasdiana y militante de izquierda, por allá por los 70’s. Sería un aporte extraordinario a la bibliografía dominicana, y un gran hallazgo, sin dudas. “Bueno, mejor sigo comprando y luego pienso sobre eso y mi existencial teoría de la modernidad citadina”, piensa ella.

Mientras Doña Ana camina por las aceras, repletas de estanterías, con productos plásticos o de metal, jugando a ser guindalezas, en tanto cuelgan al aire libre, sostenidos por unos hilos de gangorra de seda, adheridos a un extremo de la parte alta de cada tienda o de tubo o palos verticales y horizontales, hechos a propósitos; mientras ve, al igual que yo, objetos rodantes, en tanto tienen ruedas, como triciclos, andantes para bebé, y silla-comedor, cunitas, corrales, y carros y yipetas de uno o dos pies de diámetros; mientras camina, el gentil gentío, que se aboca a transitar como turista en tierra extraña, le impide el paso rápido o a voluntad, permitiendo que el tiempo se le vaya encima; mientras se forman los tapones vehiculares, creados más por la imprudencia y la desesperación de avanzar de sus conductores, que de la estrechez de las callejuelas o por las hileras de vehículos alineados en los extremos de la calzada, a escasas pulgadas de los bordes; mientras Doña Ana ve todo un panorama comercial, digno de esos mercados que se ven en algunas películas de mercaderes turcos, árabes o chinos, hablando una jerigonza, una jerga, un argot, un dialecto, unas lenguas que se aproximan a lo que fue la Torre de Babel; mientras avanza ve una tiendecita medio rara, con un letrero en la parte superior del marco de su puerta a todo lo largo de la pared frontal, que dice Gift Shop La Cenicienta. Raro nombre para una tienda de suvenir. Miscelánea a ojos vista, cuya mixtura a veces hace incomprensible el contenido total; sólo la observación curiosa, directa, detallada, sucesiva, de cada objeto, permite comprender el significado y el lugar que debería ocupar cada cosa en venta.

Y la curiosidad, que es una sinergia que envuelve a varios de los sentidos, dependiendo de lo que se ve, de lo que se escucha o de lo que se siente o se huele, se apoderó de ella. Decide cruzar la calle, curiosa, parándose ante el portal. Visualiza el interior desde el exterior, pero apenas logra ver un 20 por ciento del contenido, y no se decide si entrar o seguir.

Una joven le hizo seña para que entrara. Su amabilidad candorosa, cadenciosa, su sonrisa tenue, tenaz, su mirada febril, fervorosa, su insistencia ingenua, insegura, su rostro terso, temido, su suplicante, insinuante convocatoria a que pasara la convencieron y la impulsaron a entrar. Y unos segundos después lo hizo; no sin antes echarle un vistazo al portal. La entrada, parca, un poco estrecha, está adornada con marcos de maderas de caoba. O al menos, color caoba, o quizás era, es color marrón imitando el color caoba y por la implacabilidad de los rayos solares perdió su brillantez, y al perder brillo ya no es marrón puro; y este marco simulando ser caoba está revestido en su superficie con una laca brillosa, cuyo resplandor deslumbra según la hora del día y del avance del sol, desde su saliente, pasando por su cenit, hasta llegar a su nadir, con un poniente despejado de luz, pero crepuscular, y esas condiciones del tiempo hacen de la entrada algo más llamativo.

Doña Ana, con las asas de las dos fundas pardas cruzadas entre sus antebrazos, cerca del recodo, se decidió a entrar y entró con la curiosidad en las manos, que se las suavizó, estrujó y apretujó, sutil y suavemente. Colocó las dos fundas en el mostrador de las casillas de guardados, y le entregaron un ticket numerado, homólogo al que le pusieron a sus paquetes, y procedió a mirar desde el frente del mostrador, dándole la espalda al encargado de guardar los bultos; en principio sólo, sola, se puso a observar, curiosear, y se alegró, momentáneamente, luego sucesivamente, en silencio, y su silencio era una sonora alegría hacia su interior. Y asimismo echó un vistazo al interior de la tienda por 30 segundos, que era, es aparentemente estrecha, y al darse cuenta, de soslayo, que a su espalda estaban observándola, avanzó unos pasos y vio un largo pasillo que se extendía, se extiende casi como 20 metros. O quizás más. Y a lo largo de ese pasillo, a los lados, sendos estantes se veían, bueno se ven, dos estanterías de frentes, frontales, que exhibían, exhiben mercancías de trotamundos colores, vitales en su existencia, con sus paradojas invencibles, envueltas en unos objetos encajados a las paredes, y también había, hay algunas mesetas alargadas, discontinuas por estrechos margen entre una y otra, de modo que cada comprador pueda darle la vuelta, y estaban, están adyacentes, paralelamente colocadas próximo a las paredes laterales y las estanterías, con sus respectivos adminículos indescriptibles, y estas mesetas se apresuran a continuar, continúan todo el pasillo, y a su vez   las paredes laterales, a una distancia de siete u ocho metros, o quizás más, entre una y otra, están estanteadas con un material metálico, cuyos peldaños se ven repletos de objetos comerciales, suvenires casi todos, con colores abigarrados, una amalgama de tonos a veces bien combinados, a veces incomprensibles, y asimismo cada objeto tenía, tiene una literatura alusiva a la patria, a la nación, a la dominicanidad, a la superación personal, y los sueños y la esperanza y el futuro, a la religión, desde la cristiana, pasando por la budista, la musulmana, hasta caer en Krishna.

En su observación, más que distracción, Doña Ana vio y tocó un juego musical típico, en miniatura, compuesto por unas güiras y maracas, una tambora y un acordeón. Todos ribeteados con los colores patrios, estos es, azul, rojo y blanco, adornados con la sigla R. D y Sto. Dgo. Vio y tocó un set de biscuits, heterogéneo en sus formas, híbrido en sus tamaños y degradado en sus colores, destacándose el blanco marfil, el rosa pálido y el verde prado. Aparentemente son porcelanas, a juzgar por la suavidad de su superficie, aunque a ojos vista parecían, parecen estar hechos de fibras de vidrio, asegurando su perennidad, en vista de que el yeso y el barro son muy frágiles y sufren de maleabilidad y cualquier súbita caída provocaría que los mandaran, los manden al tarro de la basura, colocado en un extremo de la puerta de entrada, o de salida, da igual. Vio y tocó unas banderitas identificativas del país y varios países iberoamericanos, recuerdos nacionalistas e internacionalistas, que dependerá si se elige una o varias a un tiempo. Luego se sorprendió, suspiró, aspiró y otra vez chequeó un conjunto de estampillas, tarjetas turísticas representando los lugares paradisíacos del país a través de unas fotos-imágenes sugestivas, indescriptibles, apacibles, y seleccionó una docena, repartidas y demostrativas de las diversas regiones; y eligió del Sur dos láminas, del Este cuatro, del Nordeste tres y del Noroeste tres, éstas mostrando a una ciudad, como Puerto Plata, estacionaria, prácticamente petrificada, quedándose atrás en las ofertas que les ofrecen a los turiandantes.

Entonces siguió su recorrido.

Vio y tocó y luego eligió unas sonajeras, cuyas sonajas o sonidos tintineantes, repetitivos, reticentes, castañuelas a la deriva, dependen, dependerán de dos motivos, uno del material de que están hechas, o sea, de cristal, de madera o de metal; y dos, del recorrido y asimismo de la trayectoria y de la fuerza con que sople el viento y las golpetee, sucesiva e insistentemente; me explico, y lo hago más por el lector que por ella, o quizás sea a la viceversa; bueno, lo cierto es que cada sonajera, ya esté guindando en el centro de la sala, en el balcón o a la salida de la cocina, tendrá un sonido distintivo, discriminativo, específico, según su naturaleza constructiva y/o según la manipule el resoplido del viento.

Otra cosa sería si la sonajera está detrás de una puerta, que al impulso sicomotriz de la mano que la empuja, puede tener un choque brutal o sutil entre ambos, o sea, puerta y sonajera, que con su cantilena parece canto de sirena, y dicho sea de paso, por sus formas factoriales visibles, o sea, según las hechuras hecha por el artesano, a veces son campanitas, otras tubos de distintos tamaños, y colocados entre sí a la altura de una pulgada o más cada uno, otras son esferas, y las menos cubos de cuadriculaciones varias en su dimensión métrica y holgura, como los lentes cóncavos y convexos, o ambos a un tiempo. Doña Ana eligió cuatro sonajeras, una tubular para el colegio, otra acampanada para su casa, una cuadricular para Lusy, y para Ita una conífera, todas de formas irregulares y diversos tamaños. Y esta decisión la emocionó.

Asomándose con parquedad inquietante, que es una contradicción en la curiosidad permanente, vio, con sus suaves manos manoseó, sobre una mesa central, un muñecal, y pudo observar cómo estas figurillas pugilaban entre sí, por sus colores y sus descabellados pelos; se trata de varios muñequitos y varias muñequitas (que es válido distinguirlos-las por el sexo, hoy día) de tres, quizás cuatro pulgadas de altura, pero de aspectos graciosos, graciales, glaciales, que podrían competir sin dificultad, y estas muñecos-cas le recordó, y así mentalmente lo comparó con el Museo de Cera que presentaran algunas películas, mostrando a unos seres estrambóticos, similares a éstas, de tamaño natural, que cobraban vida al soplo del viento introducido por una buhardilla colocada en el fondo del edificio.

En principio ella no se inmutó hasta que las figurillas comenzaron a recordarle esas otras imágenes vivas, fílmicas, del Museo de Cera. Pero aun así seleccionó tres parejas, que por breves parecían inofensivas. Luego, elevando la vista y dirigiéndola hacia el pasillo final, primero imaginó, luego percibió y asimismo palpó y tocó unas laminillas mostrando imágenes del sincretismo católico dominicano, sobresaltando a un San Miguel sosteniendo una espada, y con una pierna semi elevada o doblada hacia delante, como si estuviera renca. Vio y tocó a una Santa Malta envuelta en una culebra negra, !qué santo horror!, descolorida y apresurada y que inmediatamente rechazó. Vio y tocó a un San Antonio bendito, ése que está posando su mano blanda sobre la cabeza negra de un niño, en tanto éste muestra una sonrisa a flor de labios, notándose cierta timidez, sólo disminuida por la candidez del Santo. Vio y tocó a una Ana Isa Pie, envuelta en una aureola de Santa buena, transparente, y ese aro está sobre su cabeza cabelluda, y en el santoral católico se hace pasar por Santa Ana, que de inmediato le recordó su propio nombre. Vio y tocó a Metré Silí, envuelta en un joyel más caro y abundante que las diamantinas que esconde en su cueva cadavérica, caravérica, El Fantasma, el de las tiras cómicas.

Vio y tocó la triste imagen de la Virgen de Altagracia, envuelta en lienzos descoloridos, con José a su izquierda, con mirada insegura y a lontananzas y un pesebre a su derecha y bajo sus pies, y de fondo se ve la Basílica de Higüey, subrayando un ambiente mítico, místico. Vio y tocó, finalmente, pues el tiempo avanzaba, y presto ya iban a cerrar la tienda, porque el ocaso purpúreo que le sigue al anaranjado en el cielo occidental de la isla ya mostraba sus destellos itinerantes, y rápidamente eligió a un San Santiago montado en un caballo blanco (que le recordó la ranchera de Antonio Aguilar, esa que dice “arriba caballo blanco, /sácame de esta arena”) arengando a sus súbditos antes de emprender una batalla, que se parece más al tiempo poco después de la muerte de Cristo Jesús, que a un pasaje de Las Cruzadas, tras la conquista del Santo Sepulcro, o en la búsqueda del Santo Grial, y que los Caballeros Templarios merecieron elogios y aplausos para la época, pero que hoy día son un enigma, una imagen confusa, pues de ser un estilema, un paradigma, una denotación religiosa primaria, importante, ha pasado a un referente histórico vacío, secundario, por su incredulidad y la exageración, el hipérbaton de las supuestas hazañas que alrededor de ellos se han creado.

Y así, rápidamente, en esa área, Doña Ana vio y tocó y seleccionó objetos varios, tanto para adornar el centro educativo, su humilde hogar y para sus hijas, Lusy y Alicita, como para los que le ofrecería a Lety y los que le enviaría a Aly.

Al acercarse más a la pared del fondo, observó una hilera de repisas que se suspendían, se suspenden a un metro o quizás metro y medio de altura, sostenidas por palometas metálicas, una por cada superficie, que a su vez deberían tener entre dos, o quizás dos y medio pies cuadrados de diámetro; pero las repisas eran ovaladas hacia fuera y recta la parte  adherida a  la pared, mostrando  todas, todo tipo de miniaturas, que eran símiles o plagiarios de objetos utilitarios en la vida diaria, quiero decir: sombrillas variopintas, muebles de sala y sillas de cocina, abanicos de tres aspas, comedor de cuatro y seis sillas, y otros que se quedan en el etcétera, cuyos diminutos tamaños no pasaban de dos, o quizás tres pulgadas de altura y diámetro, lo que los hacían graciosos, tiernos, admirativos. Doña Ana se admiró de tal detalle, y vio y tocó y seleccionó uno de cada uno, formando un conjunto heterogéneo, un menjunje heteróclito, una conmistión indefinida, una mezcolanza inverosímil, por lo disímil de la mezcla.

Pero tenía que apresurarse. Se acercó a otra meseta y rápidamente vio y tocó y seleccionó un set de guayos, pilón y su respectiva mano de madera, todas en miniatura; unas gorritas de plásticos endurecidos, representativas de los equipos de béisbol nacionales, Los Tigres del Licey, Los Leones del Escogido, Las Águilas Cibaeñas y Las Estrellas Orientales; también varios mini libros de literatura clásica, con resúmenes apretados, El Principito, Gulliver y los Liliputienses, Robinson Crosoe, Salvador Gaviota, Blanca Nieve y los siete enanitos, El Príncipe Azul y, por supuesto, Alicia en el país de las maravillas (que lógicamente no podía faltar, y ya el lector debe saber por qué lo eligió con tanto entusiasmo, que aún no describo, pero hay que imaginarlo). También vio, tocó y seleccionó unos platillos, dignos de la marsigrafía más fidedigna, de estampados colores sepias, dorados y azul metálico, y figurillas estampadas, representando animales criollos (gallos y gallinas, chivos y chivas, cerdos y cerdas, vacas y toros, cigüitas palmeras, entre otros no menos conocidos); y unos portacenizas multiformes, cristalizados, transparentes y coloridos y opacos, que podría decirse que más que adornos de escritorio y embalse de residuos de cigarrillos, su función se acerca más a la de pisas papeles; y también eligió mapas descriptivos, geográfica y políticamente, de la ciudad capital en el anverso, y del país, en el reverso, con las nuevas expansiones territoriales, urbanas y suburbanas.

Por último, en su sucesiva y obsesiva observación, que todo lo ve, vio y tocó y luego escogió un conjunto de frascos cuadriculados, configurado por un vidriar transparente, con líquido inodoro, insípido e incoloro en su interior, herméticamente cerrado. Cada frasco tenía en su adentro, como un feto en su vientre, un objeto esférico flotante que va dando vuelta según se le manipule, mostrando a la vez una imagen sideral o local; cada esfera presenta un tono de color diferente a las demás y una imagen alusiva a la naturaleza. Doña Ana tomó una y en la medida que la giraba la esfera presentaba una rosa roja que en los extremos sus pétalos se iban distanciando entre sí, como si se desprendieran del núcleo, como si esos pétalos se volvieran rocío cayendo hacia la nada; era, es un rocío esos pétalos deshojados en su rosa; o era la rosa un rocío en sí misma; sí, eso era, es, una rosa de rocíos o un rocío de rosas. Eso creo, o así parecía. Aún parece; eso creyó Doña Ana que era. Y al fijarse con intimidad, con lujuria, con perennidad en esa rosa roja y sus pétalos degradados pensó en Sandro con su “Rosa, Rosa, tan maravillosa, / como blanca diosa, / como flor hermosa /….”, tarareando, melodiando cada verso del cantor argentino. Eligió cuatro frascos, con sus respectivas esferas internas de imágenes variadas: una con una palma caribeña, de verde pálido, y pardusco; otra con una cigüita palmera, con una veta amarilla en la cola; otra con un ají pimentón, caribeño, por lo picante que es, con dos tonos de color, fundidos en uno, en uno de sus extremos, rojo y amarillo tirando hacia abajo, como si su tendencia fuera su maduración, y por último eligió la rosa, la rosa y su rocío de pétalos, o el pétalo y su rocío de rosas, su preferida, y pensó de inmediato colocarla, exhibirla sobre su escritorio, en la oficina escolar, al lado de la manchega figura que cultural y universalmente representa al famoso Don Quijote y a su creador, Cervantes Saavedra.

Hasta aquí hizo su selección. Y no se le agotaría la paciencia de seguir con ese juego selectivo, pero el llamado a cierre de los dueños del Gift Shop ya no se hacía esperar. Si no se le agotaría la paciencia, sí el tiempo. La joven que la había convencido tan sólo con un guiño risual y unos gestos candorosos para que entrara, ahora le pedía condescendencia para la salida, a la vez que cerraba, cerró la puerta de cristal para evitar que algunos parroquianos entraran a curiosear, que a veces eso hacían, y quizás compraban. La tierna y bella joven sólo permitía la salida de los que ya estaban dentro, obviamente.

Luego de la contabilidad de todos los objetos comprados, Doña Ana pagó candorosamente, pidió los bultos que le habían guardados, devolviendo, al mismo tiempo, el tícket numerado, identificativo de su paquete, y se aprestó a salir, enviándole una grácil y alegre sonrisa, satisfactoria, a la joven, que siseó los labios de igual manera. Dona Aña, al salir, notó que su vehículo estaba a dos cuadras de distancia. Con un impulso entusiasta aceleró el paso.

Las calles ya comenzaban a desertarse. Se apresuró al encuentro con su Corolla Toyota blanco, Modelo 1997, antes que la noche la ahogara con sus sombras. Con enormes fundas, más amplias y variadas, cargadas de suvenires, y atravesadas en ambas manos, y su cartera postrada, empotrada en su hombro derecho, hacia su espalda, avanzó, zigzagueó, llegó, abrió, depositó, se sentó, prendió y emprendió el viaje de regreso a su morada, donde le esperaban su humilde padre y la sufrida Sigfrida, su trabajadora doméstica y compañera de charlas, nocturnas o mañaneras, pues en el correr del día apenas se ven, y los sábados y los domingos la pueblerina del oriente los tiene libres para irse a unirse a sus vástagos, para ella, preciosos.

El autor es…

-Periodista, Publicista, Cineasta, Catedrático (UTESA, O8M…).

-Cultor literario: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.

-E-mail: anthoniofederico9@gmail.com.

-Face Book.

-Wasap: 809- 353-7870.


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