Cuentos que he contado… Paredón en el presidio

Federico Sánchez -FS Fedor-

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Debería de alegrarme por ser el único sobreviviente, y no tanto por ser el único, sino por sobrevivir, pero cómo ser feliz, si una inmensa desolación me arropa, me hiere, me aprisiona más que estas cuatros paredes cuya entrada de luz apenas se introduce por los resquicios de esas rejas minúsculas. Debería de sentir penas y mi corazón no sufre, o al menos sus latidos no se asimilan a esa condena del amor querido pero imposible; quizás es el delirio de mi lucha lo que me sostiene.

Será que el rejuego de la luz, nocturna o vespertina, el haz lumínico de ese sol brillante o de la luna antes de menguarse me alientan para que no decline. Ya son veinte días que pasan y en este domingo con su paciencia de tarde dorada no esperaré a nadie, quizás el pitillo del vigía que resurge al otro lado de los barrotes sea mi última esperanza de ver un ser humano, aunque sea formándose en pelotón antes del amanecer; veintiún días fue lo máximo que sobrevivió el último compañero.

Aún llevo prendido al pecho el crucifijo, de donde cuelga un Cristo en martirologio, y que en mi último cumpleaños, el año pasado, 1972, me regalara Hortensia, esfuerzo inconmensurable, sin dudas, muestra de su afección hacia mí, que hoy luce como un dardo frente al corazón entre la contradicción de su símbolo histórico y mis ideas, pero no dejo de llevarlo, muestra también de gratitud o mi tolerancia hacia las ideas ajenas ¿O sinceridad certera o engañosa? Estos rayos de luz se apagan, llega la noche con su artera compañía, urdimbre de penurias que sólo alcanzo a semejar con la famélica vida de innúmeros niños de los barrios marginales;

quizás a esta hora en esos suburbios con sus esquinas inciertas y sus calles llenas de escollos y baches redondos y menos aún informales, la noche llega con sus carga de mortajas, con sus hordas repentinas que corroen nervios y estómagos como tempestad después de vientos fríos y huracanados, y debería ser lo contrario, la noche es el consuelo más rudimentario del pobre, consoladora, pero inmerso en penumbras y en soledad oscura, pese al enjambre de sabandijas y polillas saturantes que se forman en los callejones o en las esquinas, y es que el día le depara una mayor oportunidad de conseguir ese mendrugo despavorido, furtivo, fugitivo de sus mesas, huyendo de tantas macilentas manos. Hoy ni siquiera me han traído café.

¿Presagio? No pasaré de los veintiún días. El brote de sangre con su color viscoso presumo se torna magenta con el café y es un color que el sicario no gusta verlo y la madrugada con su aire frío la hiela, la entumece y queda rodante, convertida en lodo que no hay líquido que la derrita ni fórmula que la cambie de color. Sería para el sicario un recuerdo martillante tener que ver el magenta cada vez que cruce por el patio del presidio y una fuerza extraña lo obligue a girar la cabeza hacia la pared salpicada de sangre, de mi sangre.

Primavera, 1980,

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