Federico Sánchez (FS Fedor)
Acaba de reponerse por segunda vez en la televisión dominicana el telefilme ¨Yo, Claudio, escribo…¨, adoptada y adaptada de la novela homónima del escritor inglés Robert Graves, la cual narra una serie de acontecimientos de la familia imperial de la Roma antigua, a partir de la toma de posesión del trono, por herencia, de César Augusto, sucesor de Marco Antonio. El tiempo narrativo se extiende hasta la asunción del poder imperial, por casualidad, de Claudio y su posterior muerte, y que gobernó desde el 46 al 54 de nuestra era. Está dirigida por cinematografista Herbert Wise.
En su esencia, Yo Claudio…, nos cuenta, capítulo por capítulo, y en una forma inusitada, poco usual en la narrativa telefílmica, la corrupción, el dispendio, la prostitución, el incestuosismo y la promiscuidad, la codicia de poder y la ansia de la riqueza, el expansionismo militar y el colonialismo. Tanto el novelista Graves como su paisano y director del telefilme, Herbert Wise, homogenizan sus criterios para manifestar sus requisitorias condenatorias contra esa clase de vida, que no deja de verse, y en actitud muy similar, en su forma moderna, hoy en día.
Pero, específicamente, el más claro alegato acusador es lanzado contra el modelo o régimen militar impuesto, que es donde se observa mayor corrupción en contubernio con el poder civil. De modo que siempre hay una dialéctica entre dos sistemas: el Imperial y el Republicano. El primero detentado por la vía herencial, apoyado por el Ejército, y disfrutador de los bienes que otorga el régimen. El segundo es sustentado por personas, como Claudio, que acusan una personalidad nítida, límpida en sus conductas. De ahí que una vez éste se encuentra en el máximo estrado cambie radicalmente, con o sin el apoyo de los civiles, el modelo de gobierno, pese a que no pudo variar mucho la estructura económica. Pero aun así era mucho más satisfactorio para “el convivir y el consaber” del pueblo romano, o los colonizados pueblos “satélites”.
Todo este bloque temático es representado por Wise a través de sus personajes a todo lo largo del relato fílmico, quienes reflejan una conducta que procurarán configurarse o desmoronarse según se desarrolle la intriga. Uno de los personajes principales, y que desviará el curso histórico de la familia imperial, lo es Livia, esposa del emperador César Augusto. Esta emperatriz encarna a la mujer terrible, hacedora de cualquier maleficio con la finalidad de alcanzar sus objetivos. Recurre a toda clase de argucia, urdiendo destierros y asesinatos para que su hijo, Tiberio, se convierta en heredero de su esposo, ya que sólo es hijastro de éste, en tanto César Augusto prefiere uno de sus descendientes como sucesor.
De esta forma, hijos adoptivos, sobrinos, nietos, etc. caen bajo el dardo envenenado de Livia: Druso, los tres hijos de Liviala (hija de Julio César, quien había gobernado varias décadas atrás) y otros.
Empero, el personaje principal en el cual descansa la obra está configurado en Claudio, que lo vemos desde su nacimiento hasta su etapa en el solio republicano que impuso. Y tiene un sello heredero imperial: es sobrino de César Augusto, o sea, hijo de Antonia, hermana de éste, y ella, a la vez, hija de Marcos Antonio (ex-triunviro, más famoso aún al convertirse en esposo de la reina egipcia, Cleopatra).
Claudio presenta desde un principio ciertos defectos físicos (cojeras y nerviosismos…) que los prolonga más allá de lo debido como una argucia de mantenerse fuera del alcance de las garras de su tía política, Livia. Presenta tartamudez, tics nerviosos, dialoga con farfullez y estrepitosidad, dándole a la teleserie cierto aire de jocosidad y simpatía. Claudio es cojo, pero cogitabundo y perspicaz; es temeroso, pero pensador audaz e inteligente para salir bien parado, con respecto a su vida, de cualquier situación comprometedora.
Desde el capítulo Uno hasta el Diez, Claudio aparece en primera persona narrando la historia de la familia. Lo hace en la técnica del flash-back, lo que en literatura se denomina “reflejo o reflujo de la conciencia” o “monólogo interno”, es decir vuelta hacia atrás, pensar en lo sucedido. En el caso de Claudio, éste escribe a la vez que la historia acontece representada en el presente.
Y en la medida en que escribe, acusa. Condena. Externa conceptos, que a veces rayan en el improperio o la maldición, con lo cual define toda una vida como un “mea culpa” familiar, como si sus defectos físicos, más no intelectuales, revelan el signo de la decadencia, el derrumbamiento de una sociedad que se desmorona conjuntamente con el veneno de su iniquidad y sus instituciones despreciables.
De esta forma Yo Claudio…, telefilme inusual y que aprisiona una estructura narrativa con un tiempo cambiante, pero relatando los hechos en forma lineal, y con una acción dramática (como veremos en la segunda parte) que se apareja al teatro, se constituye en una obra que debe emularse, y ser motivo, para la pantalla de televisión dominicana, una muestra de lo que constantemente debe traerse desde los mercados cinematográficos y televisivos. Y es que la mayoría de las facturas fílmicas que nos llegan transgreden, alienan nuestro entorno social, principalmente los productos “enlatados” “Made in Hollywood”.
Aunque Yo Claudio, escribo… procede de una artesanía inglesa, por lo menos mantiene la dignidad del hombre en alto, y observa ciertas recusaciones en contra de la corrupción y la denigración de la humanidad. Y ya esto, de por sí, es algo digno de encomio, pese a que presenta un pasado histórico, que sin dudas a través de su interpretación dialéctica se pueden corregir los gazapos que aún persisten como cizañas en mucho rincones de la tierra. Lo decimos sin melancolías.
Yo Claudio, escribo…..
¿Teatro filmado o telefilme?
El modelo fílmico que ha dado factura a la recreación para la televisión de ´´Yo, Claudio… escribo´´ acusa una serie de características que lo hacen diferenciar del serial telefílmico al que estamos acostumbrado. Diferencia que la notamos en la estructura narrativa y la acción de los personajes, inmersos en una ambientación tanto interior como exterior, además de la consabida ubicuidad del espacio, lo cual en Yo, Claudio… sólo se sugiere alrededor del diálogo. De aquí nos cuestionamos de si es teatro filmado o una teleserie no tradicional y muy cercana a la estructura en que se cimenta la trama telenovelesca. Claro, con esto no estoy comparando ni por asomo a Yo, Claudio… con esas barrabasadas enlatadas con que nos martirizan diariamente (me refiero a las mexicanadas y las colombianas, principalmente).
Considerando que el teatro filmado se importantiza a partir del diálogo y las acciones de los actores, y que la cámara, registradora del hecho, se mueve haciendo tomas de cada interpretación, utilizando la variación de planos, de ángulo con tomas variadas, incluso la disolvencia (paso de un tiempo a otro, o de un espacio escénico a otro) para sugerirnos cambio de actos, pero que con todo esto no se verá mucho de lo que podría observar un espectador desde su butaca, hemos de concluir que Yo, Claudio… supera esta salvedad y aporta otros medios que la distinguen del mero teatro filmado.
No obstante, al emplear Wise, como base-texto, una novela y haberla convertido en una estructura dramática, en cuanto a su argumento y su puesta en escena, que es la sustentación del teatro, en Yo, Claudio… se recurre con frecuencia a innúmeros artificios fílmicos que le crean cierto valor cinematográfico, como son una amplia gamas de planos generales (que para la televisión es recomendable usarlos pocos por cuanto la limitación de la pantalla hace perder de vista toda la ambientación, y el marco descriptivo es limitativo, así como las gestualidades y emociones de los actores, y ya en esto se diferencia del cine con su pantallota sugestiva y arrebatadora, en tanto el sonido, trémulo, tronante, conmociona y aprisiona); planos cortos, campos y contra campos visuales (vistas sucesivas de dos personas mirándose de frente) matizando el realce del diálogo; movimiento de cámara alrededor de los personajes; profundidad de campo (que se asemeja con la vista del espectador desde su butaca al visionar toda la escena); ofuscación o desnitidez del lente para maximizar un detalle en detrimento de otro; encadenados (una escena que se mezcla con otra al paso del tiempo en una elipsis narrativa, temporal y espacial, perfecta); uso del lente zoom (acercamiento o alejamiento de imagen en escena natural o artificial -plató-) sustituyendo a unos ojos del espectador que éste no logra en la realidad.
Otro detalle a confirmar que Yo, Claudio… supera el teatro filmado es el empleo del sonido; mediante el diálogo se refieren lugares que no son presentados, sino imaginados por el televidente, como campos de batalla, paisajes, países….
Por otro lado con el ruido se sugiere la algarabía de un público en las gradas del estadio o coliseo de lucha entre escuadras de esclavos, o en las afueras del palacio, imaginando a un pueblo en protesta por tal o cual medida tomada por la administración imperial, mientras el ejército romano despliega su poderío militar aplastante. Todo esto ocurre en un escenario interior que revela la estructura arquitectónica del palacio.
Al través de estos artificios fílmicos el cine se superpone al teatro, pero como una extensión de éste, sacándolo fuera de su dramatismo puro y simple, trascendiéndolo de sus limitaciones espacio-temporales que mantienen al teatro respecto al cine en una evolución muy inferior, pero no por ello sin importancia histórica y artística (tomando en consideración que son dos géneros artísticos semejantes pero diferentes, “unidad y lucha de los contrarios”, diría K. Marx ), y en consecuencia transmisor de ideologías, de prácticas humanas.
Siendo el drama el alma del teatro, con su texto e incluso con su espectáculo, que nunca alcanzará la matización del espectáculo fílmico, no es posible aceptarlo como tal, una vez sometido a las exigencias cinematográficas, pues el cine no se contenta con la realización de una fotografía pura y simple de la pieza teatral, porque esto es precisamente teatro filmado, y en Yo, Claudio… vemos más que ese simple fotografiar de la pieza dramática. De modo que tratándose de una novela convertida en un fuerte drama para la televisión, Wise ha sabido salvar los escollos para no caer en la trampa de la toma de vista fotográfica a secas.
“Si por cine se entiende (André Bazin: Qué es el cine) la libertad de la acción con relación al espacio, la libertad de puntos de vista con relación a la acción, convertir en cine una obra de teatro -o una novela- será dar a su decorado la amplitud y la realidad que la escena (teatral) no puede ofrecerle materialmente”. Si bien esto no ocurre con cierta asiduidad en Yo, Claudio… debido a que el espacio exterior (me refiero al que está fuera del recinto palaciego) sólo se sugiere mediante el texto-diálogo, al menos aparecen otros recursos que superan la teatralización.
Esos recursos, eminentemente cinematográficos, ¨procuran liberar a un supuesto espectador (afirma Bazin) de su butaca¨. Además valorizan el diálogo y la acción del actor a través del empleo de cambios de planos, cortes éstos que pueden agilizar el transcurrir del tiempo, la posición de los actores, el desplazamiento del texto o combinar dos instantes históricos (contrapunto, montaje paralelo) que transcurren en diferentes sitios y en un mismo instante (mientras Livia hacía mención de su hijo Tiberio, allá en el palacio, en ese instante aparece la figura de éste ejecutando planes para regresar a Roma).
El público que ha visto los filmes “Un tranvía llamado deseo” oly “El próximo año a la misma hora”, para sólo poner dos ejemplos magistrales, podrá diferenciar esto último mencionado si se imagina esas dos obras dramáticas expuestas en un escenario teatral. Todos los elementos (tren, espacio…) en ambas películas, desaparecen en la dramatización, en tanto es imposible su representación física. Sólo es dable su referencia literal gracias a la significación denotativa-connotativa del lenguaje verbal, base del drama. Pero como el cine, se ha dicho, puede sustituir todas las realidades menos la de la “presencia física del actor”, este ente nacido del teatro le confiere al cine apegos dramáticos aunque con inherente cariz fílmico (en el teatro, la interpretación del actor es continua, sucesiva. En el cine es discontinua en su momento real, pues los cambios de posiciones de la cámara o su posible desplazamiento le impiden hacerlo; hay que detener la actuación hasta que la cámara esté lista, luego continuar; esto significa que la actuación es fílmica no real, por lo tanto más difícil y prolongada, haciendo que una simple escena, que en el teatro duraría cinco minutos, en el cine se prolongue por una hora o más, aparte de las consabidas repeticiones que hay que hacer, para luego seleccionar la mejor toma o punto de vista y la mejor interpretación, de las tantas que se hicieron).
Concluyendo, afirmamos que no obstante estar Yo, Claudio, escribo… imbuido de una hechura que se asemeja a la dramatización, principalmente en la representación del decorado y la acción al natural de los actores, salva toda diferencia con el teatro mediante la utilización de artificios, recursos, nítidamente cinematográficos, como los ya mencionados, y se convierte en un producto telefílmico digno de ver y de aplaudir, y no sólo por esto, sino también por la estupenda, buena caracterización con que los actores manifiestan las actitudes y sentires de los personajes que encarnan.
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