APOSTILLAS #20: Con un disparo en la oscuridad, la muerte acecha en cualquier esquina

Federico Sánchez (FS Fedor)

Sí, la muerte avizora y se ensaña sin prudencia, con una asechanza, intrigante o alevosa, que es imposible de ponderarla. Llega como sombra en la oscuridad de la noche intranquila, en un alba antes de que el sol nos depare, ansioso, sus rayos graciosos, a cualquier hora del día. Surge del desahuciado marido que no logra olvidar a su ex-esposa, novia o amante. Nos llega del seductor profesor que se posesiona de la encantadora, sutil y delicada adolescente, la que nos espanta con su grito de dolor. Se posesiona de la mente delictuosa y arrebatadora de los asaltantes que esquilman, arruinan con placer. Eclosiona desde la desesperada situación del sobrino y/o de los hijos, que no pueden esperar la herencia. Proviene del uniformado, que siguiendo órdenes superiores, a su decir, arremete contra la multitud bullanguera de los barrios en ambiente festivo y carnavalesco, tratando de disminuir el alto volumen de los altoparlantes, pero en un esquivo de su arma de reglamento sale disparado un disparo hacia un blanco impreciso, pero certero.

Sí, esas muertes nos llegan como sombras del destino de la nación, cuyos civilizados humanos han vuelto, de repente, o quizás continuando un ensayo, desde que la violencia se inició en otrora tiempos, cuando la caverna aun a oscuras albergaba una mente muy primitiva y soez. Punitiva y adolescente, a un tiempo. Nos llega de mil maneras. A sus maneras.

Hoy en día, en RD, no nos son extrañas ni nos impresionan; posan en el árido viento sumergido; revolcadas en pañales y pesebres de extremaunción infantil, cubriendo la existencia de la nación. Hay muertes que surgen desde la inanición del fanático religioso tratando de emular al pastor de hombres, el Nazareno, Jesús el Cristo, de un ayuno de 40 días con sus noches, dejando nuestros tristes ojos enfurecidos, repletos de impotencia.

Hay muertes que se movilizan en nuestro interior, en las ¨venas abiertas¨, contiguas al viento; son sombras redimidas del desencuentro, del desamor del desahuciado que no entiende que la vida de su ex amada no le pertenece. Una muerte cuya causa proviene de un sombrío reproche.

Como sombras espesas, negros nubarrones que se fugan del sol veraniego, nos llegan del empresario con mala práctica de hacer y mezclar entre los buenos el producto malo, intoxicando a diestra y siniestra, indolente, con su mala conciencia escondida detrás de sus sonrisas de camaleón.

Hay muerte en pugilato en la sala o la trastienda de la casa, entre ladrón y residente, hiriendo mortalmente el primero al segundo o viceversa; luego se estaciona en el anochecer menos placentero, en cada ilusión que alberga esperanza, como un estornudo tierno en receso, como un estrecho tragaluz que asfixia toda ilusión.

Hay muerte familiar, en desacuerdo por el destino de la herencia dejada por el padre o la madre, siguiéndoles los pasos uno o dos de ellos al recién fenecido, que aún se revuelca en su féretro: Viene a escondidas en cada espacio matinal en la vereda que nos redime, en cada cántico o recitación, en cada aullido, silbado, en cada voz que solía, en las madrugadas frías, apagar las dudas, incendiar el placer, prorrogar la espera de la sinrazón.

Hay una muerte en la discoteca, entre contertulios bulliciosos, cuyo aroma huele a alcohol y sudor; la vemos en cada lujuria de la memoria, en cada verso luctuoso, facturado sin palabras, sin sentido, loando con susurros y jadeos de ditirambos a los recién caídos, aun fueran maliciosos.

Vemos muerte entre vecinos por un parqueo, antojadizo de parte de uno, queriendo timar al otro para que no cuaje su espacio en un blanco sin sombras, sin límites ni sumisión, a horcajadas de la vida. Instantáneas, varias muertes crecen a millares, se extienden como esteras milenarias por nuestra imaginación procaz.

Y qué decir de la muerte andando en motociclos, provocándola imprudentemente con malabares o calibrando en una rueda en las vetustas calles del barrio, o en carreteras y avenidas suburbanas. Muertes que provocan sigilosamente lágrimas y sollozos; estupros mentales; y arrastran, en cada hora tenebrosa, chasquidos labiales de lamentos impronunciables, que nos aplastan, que nos enloquecen, que nos derrumban. Nos Inhiben. Son sombras que se revuelcan en hilachas y pelusas sedientas, punitivas, luctuosas; en rastrojos de humos y velas envolventes; en una canción o letanía de un ¨Padre nuestro que está en cielo…¨.

Hay muertes entre capo de alcurnia, plisadas por volutas de enrarecido humo; y también existe la muerte que acecha, con asechanza inmisericorde, provocando riñas barriales entre grupos de los capos menores, mientras están agenciando clientes volátiles en un punto de estupefaciente que ya controlan…

Hay muertes ejecutadas por el sicario al amante de la amante del funcionario –que ya se hizo millonario-, o del amigo fiel buscando rehacer la promesa del funcionario infiel, o por orden del empresario todopoderoso contratando al mercenario de nuevo cuño… Son muertes de ojos grises, con miradas en un abismo, irresistibles, fugitivas, sin cantos ni encantos; intimidatorias de la razón y la conciencia.

Vemos la muerte en el deudor o emisor de cheque sin fondo al negarse a cumplir honrosamente con el empréstito informal, hecho por el prestamista agiotista.

También hay muerte volandera, en caída libre desde el séptimo piso, donde habitaba el último pacer, realizado por desesperado amante que no acepta otro querer, inoportuno, otro amante de turno.

Qué se puede decir del motorista y la patana que se desliza, que rueda sus neumáticos chillones sobre la autopista corporal del primero, que como acróbata intentaba rebasar por el lado menos apropiado. En fin, tenemos múltiples muertes a despecho de la ignorancia, que entran en la filosofía de la mortandad, del mortuorio y sus dolientes, de los amigos y relacionados, compungidos todos en una sola misión recordatoria…

Esas muertes rápidas, desastrosas, sucesivas, que en un santiamén transcurren, una tras otra en poco tiempo, se estacionan en el alma de los dolientes. Muertes que no habían dejado su impronta irreparable, cuando ya otra le está pisando los talones.

Cómo entender la muerte y sus signos vitales o sus designios inescrutables, apócrifos. Cómo exhibir un estado de ánimo, el estadio en suspensión que sólo la vida la puede definir. Pues el existir huye para que no le alcance la muerte. Y pese a que siendo la vida superflua, simplista, samaritana, simbólica, la preferimos. Mientras la muerte es renegada, se lucha a brazos partidos para sostener la vida.

La muerte la rechazamos o renegamos porque es una denegación, que no creatividad; deviene como un desvelo, un insomnio, que no un ensueño; nos inserta como un cóncavo marchitado o un trasnochado intento de detener la vida, que no un simulacro de petrificarla en otra existencia religiosa.

Es la muerte la misma imagen de lo desconocido, un espectro, un fantasma ha de ser, que no es clara y transparente. Barbarie o perversidad o brutalidad, una iniquidad podría ser denominada, una cota social de la existencia, cuya cuota de recuperación se logra con encender sirios para alumbrar el camino oscuro que precede el largo túnel del averno, o quizás buscando el celestial espacio hacia los cielos, dependiendo de la vida azarosa o pía que se tuvo.

Es como emprender y recorrer un largo pasaje en una de esas noches indistinguibles o en la madrugada, después que alguien inició una trama, un complot, una conjura, una conspiración, un asalto al cielo, trastrabillando un arma homicida para que el occiso trate de alcanzar la plenitud de un nuevo universo, la inmensidad del azul cielo, lo excelso o la inmortalidad en otro espacio ficticio.

Glorioso, rico en contenido, colosal, sustantiva en la forma, la vida exalta y promete un mundo de placer, aquí en la tierra. Prodigiosa, impostergable en su fin, impávida, sumisa en el porte, la muerte amarga la existencial vida, que es inevitable y trata de llagar al cielo. La condición humana emerge con una flaqueza, una debilidad, un simulacro de existencia, que deviene en algo imposible de evitar.

Es por ello que no se olvidan esas postraciones, desfallecimientos, esos actos mortuorios, con esquelas noticiosas a la orden del día, donde dicen adiós a seres queridos. Luego, asistir al velatorio, precisamente a los respectivos escenarios luctuosos, no se deja de pensar en esas condiciones humanas, en esos espacios en donde se reúnen todas las familias que desde meses, años, no se veían. Esos lugares son escenarios de confluencias sentimentales, sin que sean lugares comunes diarios, y cada mortuorio es una experiencia más de interrelación social, familiar.

De modo que en estos tipos de eventos, veladas o velatorios, mortuorios, sombrío o lúgubre, los contertulios, dolientes o dolidos, parientes o amistades, se convierten en una especie de mar humano sacrosanto, un árbol con ramas confabuladas, una risible catarata de pasiones, o un convivio de adeptos inocentes atolondrados, impertérritos, todos unidos a un mismo fin: elevar plegarias hacia el cielo, que se convierte en una catarsis, en una consolación general.

Todo es una representación, una pantomima, que no parodia, o una mímica gestual o facial repetitiva, ademanes notables reiterativos, conspicuos. Mientras algunos gimen con llantos ínfimos, infinitos, otros alborotan con lamentaciones extensas. Y otros elevan súplicas al señor para que consuele a los más allegados al fenecido. Los menos imploran por el alma del difunto; en tanto emiten plenas sin llantos e invocaciones o alabanzas de gritos hacia al cielo, tras la huella de que se acoja en su santo seno al alma en pena que acaba de elevarse.

Y mientras unos ojos se anegan en lágrimas, y unas manos, prestas a mimar, buscan la mano amiga, y unas espaldas acogen espaldarazos con palmadas sutiles y/o tiernas, otros, con rostros rotos, enrostrándole a El Todopoderoso la pérdida no tolerada, en un santiamén, unificados por la misma causa, buscan desesperadamente alternativas de algún consuelo fugitivo, algún alivio tibio; y así, sucesivamente, en una conjura serena, innocua, pacífica, emprenden la marcha fúnebre, infinita, hacia el catafalco.

Más que una merma, una resignación transitoria, la partida de un ser querido hacia el mundo de los finados podría enunciarse como un acto de la soledad. Un bozal que no se quiere poseer nunca. Un apretarse el pecho con signo de contrición extraviado. Trastornado. Delirante. Lo bueno del sentimiento humano es que todo se va al baúl de los recuerdos o del olvido. Todo se olvida, se solventa entre vestiduras grises o negras, con pañuelos albos o azulinos, con susurros lentos o clamores intensos de dolor pasajero, con gorjeos de suave aspaviento y repiques vocálicos sobre los tensos, intensos pechos que sufren, que son regazos insufribles, mantos o rebozos y tapujos, o pretextos con simulaciones sentimentales. De modo que, al final de la correría y las andanzas, y ya frente al catafalco, todos gesticulan adiós, y también los fieles y súbditos, los acólitos, los adalides y los adláteres, le mesnada religiosa y los contertulios de la vecindad. Pues hay que seguir hacia adelante. La vida es una y hay que vivirla. De lo contrario, no tendría sentido tenerla. Amén.

El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático, escritor: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.

E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com. Face Book.

Wasap: 809- 353-7870.


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