El capitalismo a ultranza entregó el campo de Colombia al ‘narco’

Jorge Enrique Botero

Bogotá. Tras una campaña electoral que dejó tres candidatos a la presidencia muertos a tiros, el 7 de agosto de 1990 César Gaviria tomó posesión al cargo de presidente de Colombia saludando a los ciudadanos con una frase que quedaría en la memoria de varias generaciones: “Bienvenidos al futuro”.

Mientras el mundo veía caer muros y estatuas, y se declaraba a los cuatro vientos “el fin de la historia”, los colombianos nos enteramos a cuentagotas en qué consistía el tal porvenir al que éramos bienvenidos: “proceso de apertura económica”, lo bautizó de manera eufemística el gobierno, aunque pronto se supo en qué consistía.

Eliminación de barreras arancelarias para la mayoría de importaciones, especialmente de alimentos; privatización del sistema de protección social y del transporte público; creación de fondos privados con los dineros destinados a la pensión de los trabajadores, precarización laboral e impulso a la economía extractivista con la expedición de licencias de explotación minera a grandes compañías multinacionales: neoliberalismo de manual, puro y duro.

El futuro que ofreció Gaviria comenzó a mostrar sus primeros “frutos”, especialmente en el campo, donde se inició una caída en picada de la producción agropecuaria ante la llegada masiva de alimentos importados.

También se destruyeron los extensos territorios utilizados para el cultivo del algodón con devastadoras consecuencias para la hasta entonces próspera y admirada industria textil nacional, gran generadora de empleos directos para decenas de miles de trabajadores.

El impacto de la aplicación del modelo neoliberal –que el Ejecutivo vendía como “el victorioso ingreso de Colombia a la economía globalizada”– fue desolador para el campo, gran proveedor hasta entonces de la comida que llegaba a las mesas.

Con la “apertura” llegó la ruina para las zonas rurales del país, buena parte de las cuales fueron lanzadas a los brazos del narcotráfico, ya para entonces el sector más sólido de la economía nacional.

Carmito Abril, líder de los agricultores cocaleros que asiste por estos días a la cumbre antidrogas en la ciudad de Cali, describió con lucidez sinigual a La Jornada aquel momento: “Con el arranque neoliberal, la coca se convirtió para nosotros en una solución. Dejamos de producir alimentos y nos llevaron a producir coca (para luego sintetizarla en cocaína) y la coca es más valiosa, no sólo en Colombia sino en el mundo, que una mata de frijol, yuca o maíz”.

Modelo autoritario

La mayoría de analistas locales coincide en que el modelo neoliberal ha profundizado las crisis del sistema democrático, de la economía y la de los derechos humanos, convirtiéndose en tierra fértil para la llegada de gobiernos de corte autoritario.

Como anota el analista Horacio Duque, “si Cuba inspiró en los años 60 y 70 las luchas revolucionarias por sociedades más justas en el continente americano, el Chile de Pinochet fue la fuente de la que bebieron los impulsores del modelo liberal”.

En un informe para la Universidad Central del Ecuador, el investigador Luis Daniel Botero señala: “Colombia ha sido la demostración de que un pasado marcado por la violencia no se soluciona con la fórmula del crecimiento económico, la apertura de mercados, la inversión extranjera, y la entrega del aparato del Estado a la empresa privada”.

Tres décadas después de que las políticas neoliberales impactaran la economía colombiana, generando el ingreso del país al selecto grupo de las cinco naciones más desi-guales del planeta, Gustavo Petro construyó su campaña electoral ofreciendo un paquete de reformas destinado a revertir los estragos sociales causados por el modelo de los Chicago boys.

Y los electores, no sólo apoyaron su propuesta, sino que presencian en la actualidad el esfuerzo del ahora presidente por conseguir la aprobación en el Poder Legislativo de tres grandes reformas: salud, pensiones y laboral.

En el ámbito de la salud, el jefe de Estado se propone echar a andar un sistema sin intermediarios financieros que ha enriquecido a poderosos conglomerados económicos, devolviéndole al Estado un papel protagónico que solucione –por ejemplo– la prestación del servicio a los millones de ciudadanos que viven en las regiones de la periferia geográfica.

Igual papel aspira a darle al Estado en el manejo de las pensiones de los trabajadores, hoy en manos defondos privados que –según ha denunciado el mandatario– especulan con miles de millones de los pensionados en mercados bursátiles internacionales.

La reforma que cursa en el Congreso pretende devolverles a los trabajadores viejas conquistas laborales, como la jornada de ocho horas, el pago del empleo nocturnos, dominical y en días festivos, así como el derecho de asociación y sindicalización y la estabilidad laboral mediante la suscripción de contratos a término indefinidos.

Pero, así como las iniciativas que impulsa el Ejecutivo demuestran una clara vocación antineoliberal del gobierno, las palabras del presidente no pueden ser más precisas: “Tenemos que poner fin a la noche neoliberal, un sistema que trató de derribar todo lo que fuera colectivo”, dijo Petro en junio pasado durante una visita a Berlín, donde además acusó al modelo de ser el causante de la crisis climática que hoy tiene en peligro la supervivencia de la humanidad.


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