Federico Sánchez (FS Fedor)
De vuelta al barrio, como dice el dicho, he vuelto a caminar por Villa Consuelo (Villacón), en la parte norte de la ciudad capital de Santo Domingo. Villa que, desde hace 3 ó 4 décadas, se ha convertido en una zona socio-comercial de gran reciedumbre, en tanto hay cientos de negocios, pequeños y grandes, insertos en locales que otrora eran estructuras residenciales desde los tiempos en que fueron hechas por nuestro sátrapa más conocido y a un tiempo sanguinario, y por igual súper constructor urbano, bautizado por sujetos ditirámbicos y lambiscones políticos como el ¨Perínclito y Benefactor Padre de la Patria Nueva, Rafael L. Trujillo. El dictador más sanguinario que nos hemos lucrado, nosotros los hijos de Quisqueya.
Parte de mi infancia y mi adolescencia estuve incursionando por esta urbe, casi semiurbana hace 50 años, y hoy un caos intransitable, por la cantidad de vehículos viejos y nuevos, y tarantines callejeros sobre las aceras sosteniendo mercancías diversas, baratas, y entre edificaciones casi antiecológicas (no se ve un árbol, no se siente una brisa fresca, no se vislumbra una sombra donde cobijarse). Asimismo, casi todo lo que vemos es un esperpento, un enjambre humano buscándose la vida diariamente soñada, a diestra y siniestra.
Tomo la decisión de visitar el barrio, tras algunos rasgos del pasado que me permitan reconstruir fehacientemente un relato que está en progreso creativo. Extrañeza y pavor me causan casi todo lo que veo: las casas-residencias convertidas en negocios, unidas todas en un centro comercial general, como un cordón umbilical indescriptible. Y qué decir de sus alrededores, toda una una plaza lujuriosa, un antro, un hangar de vituallas y suvenires baratos, incandescentes, en tanto hacen encender la mirada de asombros del transeúnte improvisado, o asiduo consumidor. Permanente. Consuetudinario.
Es de tarde, pasado las 4. El sol aún arde en toda su extensión. Pero ya está bajando, y es un alivio. Pienso que en el crepúsculo, antes de que el nadir del atardecer exhiba sus sombras, el astro incandescente hará benignos sus rayos calcinantes. Entonces, y sólo entonces, será más entusiasta esta caminata, más placentera que investigativa, ¨…en busca del tiempo perdido¨. Un tiempo no muy remoto, pero difícil de recuperar.
La villa ya no es el sector residencial que recuerdo, con paisanos afables, bonachones y condolientes de los problemas diarios del diario vivir. Ya no es una sabana urbana nostálgica y placentera, con su parque y área de recreo y sus árboles al frente o al lado, ¨justo al lado¨ de los portales, más que en los umbrales de las puertas, o en las trastiendas de la cocina, vale decir, el patio trasero o lateral, al lado de la tapia del frente. Árboles donde nos columpiábamos, a veces. Y al pensar en esos recuerdos, que son suvenires mentales importantes, que se llevan para siempre como regalos deleitables, he recordado al poeta simbolista francés Paul Verlaine, y a uno de sus poemas que dice: “Recuerdo, recuerdo, / ¿qué es lo que tú quieres?”.
Y eso me pregunté, mientras caminaba, “qué es lo que yo quiero”, al visitar nueva vez esta zona de vastos recuerdos, y aún de una más amplia nostalgia de evocación de los juegos de infancia y hasta adolescentillos, vale decir, los ingenuos juegos móviles, sin virtualidad ni consolas electrónicas, como: Pisa Colá, El Jarrito, El Gavilán Gato, Flor y Convento, El Topao, El Cieguito, El Agarrao, El Chancletazo, entre otros
Bueno, me dije, esos recuerdos eran inocentes, y quizás hoy me harán más sublime, más importante, más imprescindible en unas relaciones sucesivas del Ayer y del Hoy, que aunque confusos, apresados o rescatados o emancipados por el tiempo, o la distancia, qué sé yo, se torna difícil su recuperación. Pero, qué duda cabe, bajo el cielo o sobre la tierra, todo es posible.
Haciendo un recorrido sucinto, desde la calle Eusebio Manzueta, casi esquina Av. Duarte (que inicia en el barrio yuxtapuesto, de nombre Villa María), observo con pánico, con resignación involuntaria, que muchos de los locales comerciales antes eran casas de familias. Ahora son fantasías, quincallerías, peleterías, tiendecitas de calzados y ropas esport, y colmadones, fantasías, carnicerías, pollerías, y en cada esquina, con sus paraguas, toldos o parasol improvisado de hule o zinc. Y como in Ángel Guardián siempre hay un vendedor de frituras –fritos de batata y plátano con carnes de pollo o de cerdo, ¨de res no, porque está muy cara, al decir de uno de los vendedores-, y de yaniqueques y bollitos de yuca, y fruteros, más algunas que otras cafeterías, estacionarias o ambulantes -con varios termos sobre sus hombros-. Un canto de esperanza y sinrazón a la abundancia y al consumo inmediato.
Además hay tiendecita de bultos y carteras y accesorios de mujer con sus cosméticos baratos, con etiquetas sicodélicas, por su mejunje colorido. Se ven, veo, bancas de apuestas, de loterías y por demás deportiva, Compra-Ventas para paliar la situación económica momentánea de los transitorios, improvisados peatones, parias asoleados, aparentemente de inenarrable vida. Y se ven, veo, además, algunas que otras relojerías y confiterías.
Y mientras camino, algunas nubes se acercan al área y el contorno del cielo, en micros tonos, baja su brillantez opacado por esos nubarrones esporádicos, aunque pequeños, que amenazan con caer, obligando a los buhoneros, con sus mesas repletas de adminículos, a tomar precauciones, sacando sábanas y estelas de hule para tapar el usufructo de su sueño, que son sus mercancías. Mas eso no sucede con los que tiene establecimientos techados. Ventaja que les llevan a los pregoneros callejeros. Pero ¨no fue eso lo que pasó¨, como dice un verso con inflexión musical de uno de los intérpretes urbanos del momento. De pronto surge el sol relumbrante, atropellando, incinerando mi frente y mi descubierta calvicie. Y por añadidura, alegrando los rostros de los vendedores. Una concesión que agradecen al cielo, por dejarlos trabajar, aquí, en esta tierra santodominguera, tras la búsqueda de su ¨moro o su locrio¨ nativo.
Ahora, aunque veo algunas diferencias, casi todo es lo mismo, que unos diez años atrás. Como si el tiempo no pasara. Como si todo estuviera paralizado. Me siento como si se dejara de alentarse, o verse en moriviví, o inspirarse, o anegarse en un abismo de soledad, en una maraña, un laberinto, con o sin el ovillo de Ariadna, la griega egea, para poder conducirse, orientarse, y renacer o embobarse, y segregar o galardonar, y emerger o inmovilizar esa vida tan preocupada y eufemística que tenemos en la hoy convulsa sociedad en la que moramos, globalizado. Y es que ser indiferente al paso del tiempo, podría ser una deshumanización de la civilización. Bueno, lo que sea.
Pero hay que seguir el paso hacia adelante. Y proseguí en mis pasos. A tientas. Con la mirada altiva. Llena de sorpresas a cada paso. Porque lo que quiero es proseguir, avanzar, estimular la pasión de los recuerdos gratos, hoy estropajosos ante tanto tumulto vociferado y tantos espacios repletos de objetos a la venta. Cientos, miles de objetos de todas las formas y tamaños, de todos los colores, abigarrados de tinturas y contenidos inauditos. Muchas, muchas vituallas, freías o calientes, a elegir, sabia, mansamente, con poco dinero, para vestir. Para adornar.
Ahora sólo observo esos objetos diarios, los del diario vivir, de estos venduteros, rodeados de una monotonía diaria, atestados con sus malabares de ofertas, como esas mesas desbordadas de mercancías. Y veo en venta libros leídos y requeteleídos, un poco deteriorados, que se ofrecen al mejor postor. Veo aparatos eléctricos y digitales, vaporosos, estimulantes, volátiles, que van y vienen incesantemente alrededor de su diaria vida. Veo objetos portadores de todo lo que sea posible: de lápices y lapiceros, de reglas y compases –sin compás de espera para la venta-, de borras y crayones, y adornos que engalanan o hacen más aparente, físicamente hablando, a los chicos y chicas que se acercan en busca de qué lucir, lucir más elegantes, como vestiduras, atuendos de variopintos colores y teñiduras. Son objetos que invitan a la vida a vivirla, como un estímulo, e impulsan a cualquiera a hacer un inventario sistemático, una experticia narrativa o descriptiva, de rehacer un prolegómeno de todas esas esencias significativas, posadas sobre las mesetas (tarantines), porque son símbolos, signos, paradigmas universales de la sociedad de consumo y sus sociedades abiertas a todo tipo de ideas y creatividades.
Sin embargo, y es una consolación, quizá superficial, quizá absoluta, que aún quedan algunas casas viejas de madera, inservibles unas, y otras reparadas, con el frente de block, hechos a base de gravillas y arena. “Al menos quedan algunos despojos familiares”, pienso, o sea, me digo a mí mismo, y me aquieto, pero mis ojos no dejan de nublarse por el sorprendido y escaso espacio que han dejado para las residencias. Y para las áreas ecológicas, de verde ambiente, ¨ni nada voy a decir¨; sería llover sobre mojado, ante tanta indulgencia para con el sistema que asume el verde prado como noción de vida alegre y saludable.
Como dije al principio, 30 ó 40 años atrás todos los frentes de estos negocios eran residencias, hoy el 80 por ciento son comercios, de todos tipos, antros de mercaderes, hangares de bisuterías, armarios de venduteros. Muchas de las casonas han sido convertidas en edificio de tres y cuatro niveles, edificaciones hechas a la carrera, cajones anti estéticos y no estimativos, ni estimulativos, mucho menos dignos de emulación, y con un diseño arquitectónico cuadrado, como si fueran cajones, cuadriláteros de maderas, o parecidos. Al parecer se busca más espacio para que haya más mercancía para almacenar. Así se evita la recompra constante, retrotrayendo una remuneración más eficaz.
La idea es agrandar el negocio, agrandada con chucherías baratas, calizos o chancletas de gomas, “alpargatas” chinas, calcetines, objetos plásticos para la cocina, entre otros, que cuelgan de un madero lateral o un listón metálico o un cordón de nailon, en el frente y sobre la puerta, como si fueran adornos navideños. Casi todas las casas que eran familiares han sido reconstruidas sobre su frente, o destruidas completamente. Sobre sus cimientos, con bases nuevas, se levantan otros cajones, a base de hormigones y pilares de hierro y acero. Se va desde la destrucción a la construcción, o viceversa, o todo lo contrario. ¡Vaya paradoja!, la que nos han diseñado los nuevos dueños de las residencias, hoy locales comerciales.
Decido seguir el sinuoso y enconado camino, que son las diversas calles y callejones que encuentro a mi paso (Calles Manuela Díez, Hermanos Pinzón, Juan E. Jiménez, Federico Velázquez, Bartolomé Colón, Peña Batlle, entre otras no menos famosas), y observar, y experimentar, recordando mis largas caminatas de adolescente, las que realizaba en busca del mercado viejo de Villa Consuelo, donde me la buscaba vendiendo fundas, hechas del papel extraído del envase de Cemento Colón. Fundas que eran compradas por las amas de casas para introducir sus mercancías adquiridas, sobre todo vegetales, víveres y otros enseres para el almuerzo o la cena. Este mercado se ha convertido en el centro de atracción de todos los Barrios –Bos- aledaños a Villacón, y las demás Villas y Ensanche: Villa María, Villa Juana, Bo. Mejoramiento Social, Bo. Bameso, Villa Francisca, Bo. San Carlos, Villa Agrícola, Bo. 27 de Febrero, Bo. 24 de Abril, Bo. Guachupita, Bo. La Ciénega, Bo. La Cañita, Bo. San Martín de Porres, Ens. Espaillat, Ens. Luperón, Bo. Simón Bolívar, Ens. María Auxiliadora, Bo. Gualey y Ens. La Fe. Y casi todas las calles que bordean este mercado, extendiéndose a tres y cuatro cuadras a la redonda, están repletas de tiendecitas que venden al por mayor y al detalle, convirtiendo el sector en un espacio de sobrevivencia comercial, visitados diariamente por gentes asoleadas, vendedores de soledad, que buscan aliviar sus penas comprando y vendiendo deseos y necesidades o revendiendo para poder recostarse de sus sobrevivencias.
La presencia de los visitantes es imprescindible, imperativa, pertinente. Un sostén económico de la zona. En realidad surge como un aliciente refrescante, un acicate emulativo de los mismos compradores que luego se convierten, se invierten en vendedores en otros barrios, donde viven. En fin, toda una economía formal e informal aprovechables.
Y entre ofertantes y demandantes, éstos divididos entre consumidores consuetudinarios y compradores al por mayor a la vez, pues son revendedores asiduos, ubicuos, se establece un vínculo animoso. Ambos se reconfortan en una convivencia constante, en una fábula confabulada. Y es que son ciudadanos, parroquianos ubicuos, sin tiempo ni elementos para convivir mucho tiempo. Son propuestas comerciales de doble vía, cuyos objetivos son obtener adminículos de todo tipo de necesidad, primaria y secundaria, vendidos/comprados al mejor postor, o a precio de competencia, por debajo del precio estándar y/o popular, lo más popular que se pueda, convirtiéndose en un baratillo. Siempre algo se le gana. Y siempre por la sobrevivencia. Salvo los almacenistas o importadores, principalmente los que retraen desde Asia (China, Hong Kong, Taiwan, Corea del Sur), que ganan mucho, porque es muchas su mercancía vendida, los minoristas -vendedores y revendedores al detalle-, sólo obtienen un minúsculo porcentaje. Pero peor es nada, Sí o sí.
Inherentemente, los vendedores o compradores, cuyos vínculos a veces se hace íntimo, veces lejano o esporádico, por la necesidad y el deseo de obtener o vender; son fieles negociadores del día a día. A veces esa interrelación sólo es comercial, un reflejo instintivo de sus bolsillos en cada compra o reventa. Son personas de todo tipo, simples, comunes, alegres unos, aburridos otros, que se lanzan a la búsqueda de una esperanza prematura, audaz, y pagan y venden mutuamente regateando precio, pidiendo rebaja en cada objeto. Sólo se ven, vistos como socios, por un instante entre sí, aunque a veces al repetirse la venta, todos los días, todas las semanas, esos rostros se hacen familiares. Cómplices. Buenos samaritanos. Secuaces en una misma causa no cuasi casual. Son gentes que venden y pagan con pesos devaluados cada día el precio de sus esfuerzos, de sus sobrevivencias, de sus existenciales mansedumbres.
No obstante, mantienen cierta conformidad. Pues son gentes que visten según sus apretadas ganancias, que aprietan sus bocas según los humores y los olores que surgen de su cuerpo en cada roce, en cada chispa encendida en su mirada. Son gentes que se sostienen con pendencia, con reyertas sanas, unos a otros. y sus corazones pendiendo de un hilo, determinado por la circunstancia circunspecta, por la coyuntura imperiosa, la conjetura emocional, la disyuntiva que enlaza el oportunismo y la sumisión, y la interrogativa evanescente que ofrece la especulación o según logren conquistar el precio de sus emociones. en fin, son gentes anónimas de un submundo casi acontecido, casi deshecho, casi prolongado en un tiempo sin tiempo.
Son transeúntes y buhoneros en un mismo fin, y se confabulan en un instante, en un lugar, y sin conocerse si quiera, que se sienten cómplices de una actividad que les permite mezclarse entre sí. Y sus vidas es un canto a la ilusión, a la indolencia de la sobrevivencia. Frente a tanta algarabía, ante tanto prurito multitudinario, entre caminantes compradores y mercaderes, no imagino la desolación que hubo durante la pandemia del Covid-19. Y supongo que fue un desierto de negocios cerrados, o encerrados en un círculo silencioso.
Mientras camino se va cerrando la noche. Sólo Observo. Ante una oferta, que me muestran con el objeto de venta en las manos o mostrándola sobre un tarantín, o invitándome a pasar al local, entonces, conspicuo, a veces rechazo con un gesto amable, o evoco una sonrisa a flor de labios de amable conmiseración, que puede ser un signo cinético de gratitud o de rechazo complaciente, pues la sonrisa es un signo de signo, o sea, no se sabe si tiene acogida o rechazo, según la cortesía del emisor, máxime si se tiene tan noble gesto facial y ademanes tan decorosos.
Y al llegar la noche decido escapar del lugar, con las ansias inmutables de volver algún día para completar este relato en receso y en progresión aún. Pues en la oscuridad las calles se nublan, se vuelven solitarias, y todo porque las residencias familiares apenas existen.
En el relato que hice hace unos doce años escribí lo siguiente, cito texto íntegro:
¨Durante el día, estas calles son bullangueras, o bulliciosas. En la noche, cuando la luna aún no surca el lejano cielo y deja en penumbra todo el entorno, estas calles se ven solitarias, subsurcadas por la nocturnidad pasajera, notándose un contraste incomparable con lo que pasa en el día, y en la noche estas bocacalles sólo son frecuentadas por proxenetas con destrezas para convertirse en intermediarios inminentes, alcahuetes suspicaces entre servidoras sexuales y unos furtivos clientes que buscan un aperitivo, un aliciente emocional que les permita romper su soledad y esquivar por un momento su asidua adoración de imágenes televisivas de telenovelas y películas eróticas para convertirlas en hechos fatuos, momentáneos. De facto, son papanatas ingenuos. De paso, anacoretas asexuales. De por sí, ermitaños de calles promiscuas de pasión y de oscuridades.¨
¨Y durante las noches, ambos grupos de confidentes emocionales, o sea, las sexi- ofertantes o servidoras sexuales y los no menos sexi-demandantes al mejor postor (o postora, si es que cabe el término para el caso del género femenino), en medio de sus actividades, y sumidos en una antinomia increíble, en cualquier rincón oscuro se iluminan, o en cualquier parte baja se sumen en las alturas, o en sus lentitudes se aceleran, o en sus vacíos existenciales se llenan de placidez elemental; los primeros, o sea, las dadoras de caricias plenas, vendidas por cheles, reciben dádivas para unos días de consumo; los segundos, o sea, los receptáculos de emociones momentáneas, útiles, obtienen la virtud en toda una noche, o un ratito plausible; y ambos grupos, en sus sutiles o seductoras miradas, y entre vasos llenos de espumeante cerveza y cimbrados de y por volutas de humo de cigarrillo, dan gracias al cielo por tanta gratitud, aquí en la tierra.¨
Termina la cita, y el reportaje también.
El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático, escritor (poeta, narrador, dramaturgo, ensayista).
E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com. Face Book.
Wasap: 809- 353-7870.
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