Dos ejemplos de crítica de cine… (2 de 2)
1.
“El Silencio” de Bergman,
entre la obra de arte y la decepción
Federico Sánchez (FS Fedor)
El aporte estilístico que el cinematografista y dramaturgo sueco Igmar Bergman ha legado ( y aún ofrece ) al séptimo arte es de tal trascendencia que ha dado objeto de estudio y de comentarios por varios cineastas y teóricos del cine. “Bergman tiene la propiedad seductora de hinoptizarnos… Es uno de los creadores cinematográficos más completos que jamás haya visto”, ha expresado su homólogo Federico Fellini. Luego añade: “Es capaz de sentarse en medio de una sala y fascinar a su público contándole cosas, cantando, tocando guitarra, leyendo poesías, haciendo juegos malabares”.
Ciertamente, Bergman es uno de esos raros artistas que apasionan y fascinan, estemos o no de acuerdo con su cosmovisión filosófica, con su concepción de la vida y el mundo, y es que el excesivo lirismo de este autor, su cadencia rítmica, su expresión visual y el sentido metodológico del montaje, así como el estatismo o el poético, ladeante movimiento de la cámara que emplea trascienden el marco de la simple artesanía visual. Sus filmes son intelectuales y en consecuencia pocos comprensibles; pero no dejan en ningún momento de comunicar. Creemos que resulta instructivo hacer un recorrido de sus principales cintas y de todos sus facsímiles temáticos (siempre se repite, siempre con una propuesta fílmica diferente en la utilización y combinación de planos y movimientos de cámara, empero no diferenciándose mucho, pues su estilo único es inconfundible) en tanto motive a una mejor apreciación y mayor accesibilidad de la propuesta de su mundo filosófico.
Veamos.
Un mundo temático alrededor de su filmografía
Bergman, después que trabaja en el teatro (aún lo sigue haciendo) emplea el cine como medio expresivo para desbordar todas sus preocupaciones, lo cual no era posible en el tablado dramático por las restricciones del arte teatral (escasez de espacio visual, de desplazamiento, de expresar el paso del tiempo de una forma más verídica, y de su incapacidad para presentar la realidad natural que sólo lo puede hacer de manera simulada o por un referencial verbal). A finales de la década del cuarenta se da a conocer; pero su creación cinematográfica sufre una inflexión y reaparece de nuevo con sus concepciones en “Séptimo sello” (1956), “Fresas silvestres” (1957), “El umbral de la vida” (1957), “El rostro” (1959), “Como en un espejo” (1961), “Los comulgantes” (1962), “El Silencio “(1963), “Persona” (1966), “La hora del lobo” (1966), “La venganza”, “Cara a cara” (“Face to face”), entre otras.
En las mayorías de estos retablos fílmicos Bergman se obsesiona en presentar un núcleo temático que según la evolución que va experimentando su pensamiento irá también ese mundo temático variando. En principio, está imbuido de un bagaje existencialista no muy divorciado de las visiones de Jean Paul Sartre ni de las teorías del alemán Martin Heidegger (más cercano de éste que de aquél: porque todo temperamento o estado de ánimo es una vivencia interior del hombre, prevaleciendo la preocupación, la angustia, el temor, el pesimismo, la hostilidad, la incertidumbre, el individualismo, la desesperación, la duda, y expresa que la moral, la ética es “relativa”, y la verdad siempre es “subjetiva”. ).
No obstante, y debido a su formación religiosa, si se quiere ascética, Bergman tenía, tiene sus peculiaridades. Le preocupan las crisis y los conflictos existenciales de la persona, su egoísmo, los motivos de la violencia, los dolores, el insomnio, el comportamiento humano, la angustia, el sufrimiento, el misterio del alma y su relación con el cuerpo, la frustración y su secuela, devenida en la dicotomía “vida-muerte”. Por supuesto, todos estos temas han sido tratados de formas parceladas. Pero lo más desconcertante, lo que más decepciona en Bergman es su particular visión de enfocarlos.
En las disquisiciones que realiza en todos sus personajes nos muestra claramente una mentalidad espiritualista, agnosticista, hedonista (el placer como premio del sufrimiento, por supuesto en su versión moderna, que no la de Epicuro que plantea un hedonismo o placer espiritual, enriquecimiento de los sentidos, como instrumento para elevar el conocimiento).
Sus personajes están completamente aislados de la sociedad. Encerrados en sí mismos y en su entorno. Nada valen las influencias externas. Para él el conflicto personal tiene su germen y se desarrolla en lo interno de la persona (la conciencia social no está determinada por el ser social, o sea por la realidad; parece negar, así, a Marx)
El Silencio (de Dios)
Se asegura que El Silencio es una de las cintas mejor lograda por Bergman. Y también la primera donde se pudo zafar de las influencias cristianas, cuyas sensibilidades venían hostigándolo desde el inicio de su carrera fílmica. Pero desprenderse de una concepción en un “santiamén” no basta quererlo, sino extirpar, además de la ideología, la sicología y la conciencia de clase, la visión filosófica. En El silencio no aparecen símbolos cristianos, brilla por su ausencia el poder de Dios, el cual simplemente ha sido sustituido por un “mesías” moderno que mire con el “ojo de piedad” al hombre y su miseria, su sufrimiento y su fracaso. El silencio es más que una simple pausa. Y si el antiguo Dios Bergmaniano fracasó, otro moderno tendrá mayores preocupaciones.
La trama argumental de El silencio trasciende por su sencillez, incluso por su expresión fílmica. Dos mujeres suecas y un niño después de veranear sus vacaciones regresan a su país. Se detienen, de paso, en una ciudad de un inventado nombre: Timoka. La lengua empleada como medio de comunicación en esta ciudad es rarísima y desconocida, implicando una incomunicación entre habitantes y visitantes. Se alojan en la “suite” de un hotel, que también implica el encierro incomunicable con cualquier sociedad. Allí descubrimos que Anna es una mujer voluptuosamente sexual, sensual, pero frustrada. Es la madre del niño Johan y aparentemente no vive con el padre de éste. En el lado contrario nos encontramos con Ester, quien sufre de una rarísima enfermedad pulmonar; es traductora de libros y posee un aura de intelectualoide. Tanto Anna como Ester sostienen relaciones lesbianas que no se especifican claramente mediante las imágenes, aunque sí en el diálogo existente.
Cuando Anna visualiza, en un cabaret de Timoka, la copulación de una pareja con tanto vigor excéntrico, se excita y exuda todo un deseo lujurioso. Después de varios titubeos decide emular las exacerbaciones de la pareja copulante. Y lo hace con un camarero. A partir de esta acción a Anna le parecerá repugnante lesbianar con Ester. Es aquí donde relumbra el conflicto fundamental de El silencio: el problema de los juicios morales (que para el precursor del existencialismo, Soren Kierkegaard, son relativos) y los instintos físicos (o sexuales), el enfrentamiento entre el control de sí mismo y la debilidad, entre la mente (el intelecto de Ester) y el cuerpo (el cuerpo de Anna). Esta se niega a relacionarse sexualmente con aquélla, y su frustración matrimonial la busca en el placer, el coito, aún con lo desconocido, en tanto Ester recurre a una acción inconsecuente con su salud: al tabaco, al alcohol, y luego cae en la masturbación. La desesperación es apagada con el fuego o el calor de un hilillo de cigarrillo y el auto-placer físico.
La incomprensión alcanza su final cuando Anna lleva al camarero al hotel. Ester sufre lo que es un claro presagio de la muerte espiritual, de la deformación de los sentimientos. El mundo ya no tiene forma de comunicarse. Mientras Anna farfulla sin que el mesero la comprenda, Ester no entiende el por qué todo ha de ser así, por qué sus deseos no se cumplen, por qué tanta soledad y tanto silencio. Sumida en este pensamiento Ester palidece, sufre espiritualmente. Mientras, Anna siente la frustración en forma corporal.
Símbolos Bergmanianos
La recurrencia constante de símbolos poco connotativos (cuasi convencionales) hacen de Bergman un autor poco comprendido. Sus símbolos manifiestan ostensiblemente su visión existencial. Hay momentos escénicos visuales que identifican en uno o varios matices a los personajes: el niño juega animosamente con los risibles enanos cuya armonía refleja un futuro esperanzador en Johan. Otro encuentro con los “liliputienses” lo realiza Anna en el oscuro cabaret sin obtener contacto con ellos matizando una frustración, una deformación en ella. Y por último, Ester también se encuentra con ellos en el angosto pasillo del hotel provocándole un desmayo, aunque no por estos gnomos, sino por la actitud para con ella de Anna, pero que ocurre precisamente en el instante en que pasan esos hombrecillos de estatura risible, simbolizando la muerte.
En otro orden, el camerino del tren y el apartamento del hotel simbolizan la falta de libertad de la persona: la cárcel. Mientras, y posteriormente un tanque fantasmal estruendiza la misma calle, simbolizando la debacle mundial o si se quiere “la implacable ira de Dios”. Asimismo, el viejo hotelero se porta como un sacerdote medieval en su vigilia frente a la vampiresa fémina, donde, moribunda, Ester agoniza de sufrimiento. Pero el símbolo más fuerte lo constituye el niño Johan, poseedor de las palabras que fueran traducidas por Ester. Sólo él podrá tener una verdadera comunicación con sus semejantes en el futuro. Para Bergman el galimatías (baturrillo, guirigay, jerga) de una lengua (o las lenguas, habladas o escritas) en el extranjero en esta etapa contemporánea significa falta de contacto, de entendimiento; todo se vierte incomunicación. “Allí donde Dios calla no puede compartirse sentimientos”, espeta uno de los personajes; su silencio, quizás molesto, es presagio de abandono de la humanidad, que carece de sentimientos tiernos y pacíficos, sin armonía, sin amor, que es la principal reliquia del “creador del verbo”, a juzgar por los primeros principios del Génesis bíblico.
Repetimos que estemos o no de acuerdo con Bergman en sus planteamientos, tenemos que reconocer su alto espíritu cinematográfico. Pocos directores pueden hacer uso a la vez de una simbiosis estilística y de aprestos fílmicos inéditos en cuanto a su combinación, creando un lenguaje apasionado y poético, y a un tiempo muy significativo para la cinematografía mundial.
En El silencio observamos un realismo poético (escena del bar), unas imágenes tributarias del expresionismo alemán (la sombra-luz de las habitaciones) y un barroquismo exultante (escena de la presentación de los enanos), que sólo un maestro podría llevar a su máxima expresión. Y pensar que usa muy poco el diálogo, pero que es compensado con un furtivo y ágil movimiento de cámara salvando el film del teatralismo
2.
Charles Bronson
mi vengador favorito, por justiciero, por salvaje, por capaz…
Charles Bronson, ¨el vengador anónimo¨ de miles de fanáticos cinematográficos, vuelve de nuevo a la pantalla para realizar por su cuenta una justicia que quizás deseamos. Esta vez actúa en el filme Justicia salvaje, más aguerrido, más aterrador, más bestial, implacable, inmisericorde y otros calificativos aterradores que se quedan en el etc.
El cine, como categoría que ha sabido explorar, y más aún explotar los innúmeros temas y hechos de la vida social, con una aureola dramática de trascendencia dentro de la problemática del hombre, ha llevado a la pantalla a superhéroes, casi todos norteamericanos, convertidos en una mercancía de buena rentabilidad económica, un bien/servicio cultural cinético, en fin materia prima industrializada, susceptible de pingües beneficios, y en consecuencia ha hecho de Charles Bronson uno de los mitos acartonados que han sido promovidos y alimentados por la bulla (dirían algunos alharaca) propagandística del “establishment”.
Entonces Bronson eclosiona como el individuo prototipo inmerso en la violencia irracional, del sadismo más espantoso, de la prepotencia individualista, puesto que realiza por su cuenta, poderoso y arrogante, la justicia o la condena justiciera, tal como él la entiende: a su manera y vengativamente.
Incluso, a Bronson se le ha presentado como portador de una cultura fálica, viril, que enardece el sentimentalismo melodramático de sus fieles seguidores. Fanáticos a la deriva todos.
Junto a otros mitos viriles, agresivos, hacedores de una acción violenta, como Sean Connery y Roger Moore, (actores que interpretan a James Bond, ya tratados en esta espacio) y otros como Clint Eastwood (“Harry, el sucio”, “Por unos dólares más”, “El bueno, el malo y el feo”…), Jim Brown (representando al negro promedio norteamericano integrado al sistema), Lee Van Cleef (El malo de “El bueno, el malo y…”) y otros…, Bronson adquiere carta de representación genuina por la característica propia de su fisonomía: cara dura y achinada, fortachón, vulgar, salvaje, depravado, violentamente impulsivo, impulsivamente violento y fascinantemente espectacular.
En gran parte de su actuación en los muchísimos filmes en que ha trabajado (“Peleador callejero”, “Asesino a precio fijo”, “El toro blanco”, “Telephon”, Vengador anónimo” I y II, “Diez minutos para morir” etc.) demuestra esa categoría mórbida de la violencia irracional que ejecuta y ubicable dentro del espectáculo fílmico hollywoodense.
En toda su magnitud, esta acción bronsiona, tiende a castrar, inmisericordemente, la mentalidad del hombre-masa; es un estímulo, posiblemente caldeador de ánimos que alimenta el individuo para que se sumerja en el escapismo irresponsable, huyendo irremisiblemente de toda problemática existencial inmediata.
Con todo esto, Charles Bronson se ha convertido, con su apogeo de actor cara- dura (que por cierto como tal es mediocre, inexpresivo, -en su denominación dramática-) en el impulsor justiciero, aún llegue al extremo del salvajismo, para hacer valer los postulados sociales implantados por los dirigentes de la sociedad al que pertenece. Todo aquél que infrinja los valores establecidos recibirá su poder implacable, sin importar a qué ardid, trama o método (legalizado o no ) recurra para ejecutarlo.
“El Vengador” I y II, “Diez minutos para morir”, y “Justicia salvaje” son ejemplos más que fehacientes para develar e identificar a este seudo-actor con unos personajes que se mantienen envueltos en un cliché atractivo, reiterativo, que ha sido creado a través de la inyección de un gusto popular en los “Mass-media”. Es una estética de arte cinético al alcance de todos los estratos sociales, con su modo de decir, con su modo de actuar, configurada a base del texto-diálogo, la acción aventurera, la musicalización rítmica-pegajosa y una imaginería fílmica de fácil comprensión, para que no nos “matemos la cabeza” o no nos “devanemos los sesos”. Sólo aceptar, disfrutar, “convivir” y aquietarnos en tanto mantenemos una actitud acrítica y sin presunción.
Una muestra de que es así, es la acogida que esos filmes (sin menospreciar sus otros filmes similares) han tenido en el espectador, quien sumisamente cae en la fascinación vengativa. Por lo tanto se encasilla en un método de represión que de ningún modo resuelve los conflictos sociales más significativos de la sociedad que nos aprisiona.
Los argumentos de cada película tienen una base inverosímil, si ya no irracional. La venganza, salvaje por demás y como fórmula justiciera, se convierte en la vía de escape hacia la resolución de unos problemas que difícilmente la sociedad de consumo los canalice con efectividad y humanamente.
Y ciertamente, en una sociedad de tanta violencia, de tanto desarraigo social, de desadaptación, donde se inficionan los derechos ciudadanos y donde el incumplimiento de las mismas, y que rigen el ordenamiento social, difícilmente se actúe de otra manera.
En el caso de estos filmes, se ha aprovechado, con una mentalidad económica irrestricta, el instinto reprimido y de represión albergados en el ciudadano medio, común, en su histórico vivir dentro de esta sociedad, la que es representada en el celuloide.
Presentar al “vengador anónimo” en la pantalla sería, entonces, un acto de identificación multitudinario, con su prurito festivo, y por lo tanto una seguridad de la inversión, dando como fruto una rentabilidad doble o triple del capital invertido, a la vez que se engrandece esa “mitomanía bronsiana”, envuelta en una aureola de fascinación, aunque poéticamente violenta e infantil.
La manipulación de la conciencia del individuo, invitado a conducirse por un sendero de frustración y engaño, velado por el manto agradable de la puesta en escena, de la fruición, del deleite que proporciona el “espectáculo” cinético, industrializado, parece ser la intención recurrente de estos filmes.
Y es que viendo violencia muchas veces se goza cuando se tiene ya predispuesto el instinto bestial del hombre, que inserto en una realidad restrictiva ha de estar reprimido, por lo tanto es educado en un orden específico de la conducta a través de la televisión y el mismo cine, o ya por experiencias de los sucesos de la sociedad.
En el orden artístico, estos filmes carecen de una excelente factura fílmica, pero no se dejan caer hacia el abismo de los adefesios o los bodrios cinematográficos. La base guionística no pasa de ser una reproducción de muchos otros argumentos que han tratado el tema. Tanto la primera parte como la segunda del “Vengador anónimo” y los demás anteriores filmes interpretados por el acartonado Bronson carecen de una excelencia fílmica. Ni qué decir de “Justicia Salvaje”. Si su indolente, insufrible director, Michael Winder, y su no mejor actor, Charles Bronson (que es pésimo), se anotan uno o dos tantos, es en el orden redituable, económicamente hablando, más en la manipulación irracional de la mente humana en que inciden, provocan.
La máxima intención de estos filmes es promover la figura de Bronson, en su rol justiciero y “vengador anónimo”, que al fin de cuenta, ya no es tan anónimo para el público masificado.
El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático, escritor: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista.
E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com. Face Book.
Wasap: 809- 353-7870.
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