Federico Sánchez (FS Fedor)
En los varios años que viví en el ensanche La Fe pude observar una convivencia pacífica, pero a un tiempo convulsa, por el tipo de vida diaria, tanto en los alrededores de los centros comerciales y de servicios públicos, incluyendo la Plaza de la Salud, como de los pequeños negocios en los diferentes cruzacalles de toda la zona, a saber: Comida Express, Fritanga, Chimy Churry, Hot Dot, Frutas, Platanera estacionada, Barras y Restaurantes, Heladería, Pizzería, entre otras delicias gastronómicas…); también Talleres de servicios varios (de mecánica, automotriz, electrodoméstico, gomera, Internet, Fotocopiadora…); además Fantasía y Quincallería, Farmacia, Banca de Lotería y Deporte, Tienda por Departamentos (para niños, niñas, adolescentes. Damas y caballeros…), Industria de papel y Fabrica de baterías, etc., etc.
De modo que este sector residencial-comercial, o sea el ensanche La Fe, es una zona de muchos motivos para que yo, dejando atrás los aprestos docentes y hogareños, me internara en sus calles, inseridas de árboles dispersos y diversos, y repletas de casas desiguales. De otrora barriada pacífica y colmada de una adolescencia y una juventud tranquilas, pero conscientes de la situación político-económica en la que está diversificada la nación, pasó a una actividad convulsa y en constante movimiento vivencia. Se debe entender que sus entornos, atiborrados de bullangas y escándalos ruinosos y aspavientos sediciosos, de urbanismo sonoro, seducen a cualquier visitante. También hay algunos lupanares y casas de citas amorosas; pero, felices sus moradores, y ya el lector, que en efecto es curioso, ya se imaginará por qué.
En el pequeño recorrido que acabo de hacer, quizás nostálgico, quizás buscando algún tipo de aprehensión, o aprensión afectiva, descubro nuevos tipos de convivencias emocionales, casi virtuosas, por no decir plausibles.
Efectivamente el ensanche La Fe era un barrio de pequeños burgueses ascendientes, no tan pobres y campechanos como los que formaron los barrio Villa Francisca, Mejoramiento Social y Villa María, al norte de la ciudad capital, por allá por los años, 30, 40 y 50. La Fe fue un barrio aclimatado por familias en formación, por militares premiados por la ominosa dictadura de nuestro sátrapa más aciago, el más nefasto, la del Jefe Trujillo.
Ahora es un hábitat comercial en más de un 60 por ciento, predominado por una economía informal, a veces de sobrevivencia, de subsistencia diaria, a veces de augurios prometedores en la escala del índice de participación en el Producto Interno Bruto -PIB-. Un ensanche hecho en una sabana, en un llano de un verde esperanza para unos, de oportunidades inminentes para otros. Una ciudadela adosada, perlada por el vehemente, ardoroso sol que la atraviesa con sus rayos seculares de suave tristeza, a veces; de calcinante rigor, otras. Una ensenada terrenal, un llano, que inicia en la avenida San Martín, en el Sur, y va hacia la calle Pedro Livio Cedeño, al norte, y
recorre transversalmente la línea de Oriente y occidente, desde la Av. Máximo Gómez y la calle Tiradentes, respectivamente.
Hoy, este ambiente, luce ruidoso y estrepitoso, bochinchero. Gozoso y entusiasta. De amplio matiz en los colores ambientales. Emergente y cálido al alba resplandeciente y laboral bajo la luz del sol. De ardiente sumisión a la luz de la luna, en tanto se recogen temprano, en la palidez del crepúsculo anaranjado, o en entornado o gris o pálido rocío del poniente, o en el azulado y frío anochecer.
Entonces, activado cuando el saliente helio embadurna de luz las paredes, las calles y los ritos mañaneros, con su esplendor vislumbrante, con sus fulgores, sus fogonazos de rayos esteparios, es de rigor, de precepto, de táctica y estrategia, de conciencia que todos sus integrantes, residentes o no, se muevan tras la búsqueda del “pan nuestro de cada día”, y que aún dios no les ha dado, y que lo buscan con audacia, con arte o pericia, con destreza artesanal o con talante, con estilo espontáneo, a fuerza de sentido común, de técnica mental, o con una acrobacia nemónica. Y así, confabulados en una misma trama, todos hacen un esfuerzo mancomunado para llevar adelante, a feliz término, al menos en términos comerciales, su única zona de convivencia, unidos por la misma fe.
De modo que La Fe, que “de la fe vive el hombre”, que recuerdo así decía un rótulo colgante en uno de los negocios del barrio, más que un ensanche, como se le suele llamar, es un barrio tan parecido a sus vecinos (Villa Juana, Cristo Rey, Ensanche Luperón), en muchas de sus circunstancias.
En consecuencia, accesible, mansedumbre y ruinosa, a un tiempo, La Fe es un barrio, un espejo, un símil, un simulacro representativo de todos o cualquier barrio del norte de la ciudad de Santo Domingo, sin sus desventajas. Bonachona, alegre por sus gentes de aprestos socializadores, se le entiende sólo si se les conoce desde sus gentes de gestos suaves y casi predecibles. Como un rebrote de ferviente esperanza hacia tiempos venideros, un resquicio de ensueños y harturas de felicidad, o un deseo de solidez inminente en un mejor día desde la mañana, un acorde musical en la tarde, un cesto de sueños a media noche, La Fe, fehacientemente hablando, renace cada día.
Y ver, subrayar, sobrellevar, imitar los gestos faciales o corporales, y entender los hechos de sobrevivencia a diario, repetitivos, sus hábitos de sino vital, inherentes, como la hiedra a la pared, como la fullería al sesgo politiquero, como el susto al horror provocado por conductores imprudentes, no deja de ser importante para comprender sus sueños, como un canon, una regla, un concepto a seguir en su diario vivir, que animadamente se sostiene aferrado a los lazos invisibles de un mejor mañana, o sea, la esperanza.
En sentido general, sus moradores, siendo una característica poco apreciable, son solidarios, complacientes. Solidarios, en tanto sacrifican un individualismo ineficaz por un animismo colectivo. Visto así, invierten un personalismo egoísta por una sociabilidad activa, complaciente, porque son serviciales; indulgentes. Quiero decir, no conservan en sus rasgos humanos ningún rencor, ni apelan a venganza inicua. No
albergan gestos, ni sonrisas, ni miradas que posean signos de hipocresía, burdas, de cuños pragmáticos modernos, que envilezcan la relaciones sociales. Receptáculo de humildad, se adueñan de todo tipo de simpatías.
En la medida que pasan los tiempos, la zona, inmensa, con una estructura vertical nutrida de multifamiliares, y amplias zonas ya casi comercializadas, simultáneamente se va llenando de empresas, tanto públicas como privadas, que venden bienes y servicios, y hasta industria hay, con una producción en gran escala. Y servicios médicos, como por ejemplo, el Hospital de Seguro Social y “La Plaza de Salud”, mitad pública, mitad privada, formada por varias estructuras edificadas y cada una con servicios médicos especializados. Esta plaza medicinal le ha dado una mayor importancia a la zona. Quizás por los espacios yermos que rodean los edificios, de más de varios kilómetros cuadrados, con muchas áreas verdes, que parecen un jardín botánico, y muchos espacios para vehículos, o sea, parqueos por docenas. Está circunnavegada por las calles San Martín hacia el Sur, la Pepillo Salcedo hacia el Oeste, la Ortega y Gasset hacia el Este, y la Arturo Logroño hacia el Norte.
Dentro de lo que hoy es la Plaza de la Salud, varias décadas atrás este espacio estaba compuesto por una pista de carrera de caballos, y decenas de establos diseminados hacia la parte norte, y un mirador para cientos de fanáticos, amantes de los équidos, y que en los años 60’s y 70’s era más famoso por su sugestivo nombre: “Hipódromo Perla Antillana” (desde la época del tirano, que fue su mentor), pero más por su famoso, mítico y bonachón narrador, Simón Alfonso Pemberton, quien hizo famosa a la calle Paraguay, que estaba, aún está, justo donde la pista hacía un recodo oval, que el narrador le llamó “La Curvita de la Paraguay”, lugar donde los cuadrúpedos, ya azuzados, irritados, compelidos, acelerados por los enardecidos yoquis (jockeys), los puyaban para acelerar sus pasos en la carrera final para llegar primero a la meta, donde obligatoriamente había que tomar una “foto finis” para determinar cuál de los équidos sacó primero la cabezota. Detrás de la plaza está el Estadio Quisqueya, famoso por sus peloteros “bilíguers¨ criollos.
En este barrio, confesos, entusiastas, simultáneos, cientos de ciudadanos comerciantes han hecho de su entorno su modus vivendi. Otros tantos residentes, pero menor en número, envueltos en constante cofradías, repletos de sueños, aislados de toda alevosía, de todo improperio malvado y sambenitos fugaces, inhibidos de represalia, o de requisitoria impropia, asidos a una esperanza que entorna gris el alma, que vierte magenta el espíritu, en cada anochecer, en cada amanecer, y de exangüe virtud para evitar la maledicencia, de abundante osadía para el trabajo, todos se confabulan para pasar sus días sin martirios. Ilusos. Y sus historias prosiguen, en esos días, sus agitados cursos.
Y es que este ensanche, extraño en la noche, perplejo en el día, cándido en el servicio, diligente en la solidaridad, pródigo, agraciado, emergente a cada lluvia que cae, a cada fulgurazo con que arremete la resolana sus rostros, a cada recaída monetaria, está ubicado en “el mismo trayecto del sol”, como dijera nuestro insigne poeta Pedro Mir (aún más conocido popularmente como excelente declamador de sus propios versos). Entonces, es lo que vengo diciendo, los residentes de este entorno festejan sus días de gracias por haberse desarrollado en un tiempo cuando el sueño,
la ignorancia, y con ellos, la solidaridad, eran contingencias inminentes de su futuro inmediato, hace ya más de 50 años. Y que hoy, como una concesión de la vida, se sienten eximidos de las inclinaciones malsanas y abyecciones primitivas, que embargan a muchos otros barrios. Se sienten invulnerables de los individuos desalmados, armados hasta los dientes. Sin asombro ante lo que les pueda pasar, antes los peligros inminentes de los nuevos actores gansteriles. Me refiero a los antisociales, que no es propio, original de la zona. Surge como anatema vivencial moderno, como un problema general, en todo el territorio.
Empero, sus habitantes, ya residentes, ya comerciantes, formales e informales, no ceden a los improperios y jerarquías de cualquier autoridad abusiva, de cualquier estropicio delincuencial, de cualquier bellaquería antieconómica (como “el lavado de activo”). No quieren ceder, no quieren perecer ante el avance inexorable de la modernidad, del mundo globalizado, de la sociedad de la información, del predominio del conocimiento que le ofrece la Internet. No quieren ceder porque su fin ya está fijado, estigmatizado de cualquier desvío impoluto, inverosímil, improcedente.
Y así, estos ciudadanos, que duda cabe, viven sus días, con una ceremonia repetitiva y contractual; con un esperanzado, sugerido, esperado ritual diariamente acontecido. Y en vez de lágrimas indolentes, rodando sobre sus tersas mejillas, cuando ven que pasa el día sin que las ventas fluyan hacia un superávit, en vez de gruñidos insonoros, insolentes, emitidos al atardecer, al cerrar las compuertas comerciales y notar que las cajas chicas tuvieron mayor actividad que las cajas de ingresos, deciden esperar otro mañana, con más fe aun. En vez de penas, repito, prefieren el saludo cordial y la espera; la espera del día siguiente, que en contraste con el anterior aumente su alegría; porque esta gente no puede ofrecer otra cosa, porque conocen cuánto alberga la humildad o la delicadeza, la cordialidad y la estima, el entusiasmo y la avenencia, la virtud y la conmiseración precoz. Procaz.
Parece que hablo de algo fuera de serie, de los parámetros y patrones que bordean hoy día todos los barrios de la ciudad, inclusive del interior del país, en donde la mayoría de la ciudadanía es arisca, ermitaña, “agarrada”, cuidadosa, en tanto se cuida del vecino, del que circula o camina apresurado, del negociante especulador, del vendutero que roba onzas en la balanza al pesar los alimentos, del ambulante con ojeriza sesgada. Pues la discordia, la desconfianza, y el agiotismo están caracterizando a la mayoría de los ciudadanos del país. Y más que una cultura, se convierte, se ha convertido en un genoma biosocial, que se va pasando de generación en generación. Desde las más altas instancias de la dirección de la sociedad, hasta los extractos sociales más marginados. Y como de la esperanza viven los humanos, quizás la fe, allá en el ensanche La Fe, se conserve para la sobrevivencia de sus residentes.
El autor es periodista, publicista, cineasta, catedrático, escritor (poeta, narrador, dramaturgo, ensayista).
E-Mail: anthoniofederico9@gmail.com. Face Book.
Wasap: 809- 353-7870.
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