Una ‘guerra fría’ podría ser la mejor noticia / Michael Klare /I

Michael Klare

La invasión rusa a Ucrania ha sido ampliamente descrita como el principio de una nueva guerra fría, muy semejante a la anterior, tanto en los personajes que la interpretan como en su naturaleza ideológica. “En el concurso entre la democracia y la autocracia, entre la soberanía y la subyugación, no se equivoquen, la libertad prevalecerá”, aseguró el presidente Biden en un discurso a la nación televisado el mismo día que los tanques rusos ingresaron a Ucrania.

Pero mientras Rusia y Occidente están en desacuerdo en muchos temas de principio, esto no es una nueva edición de la guerra fría, es una lucha geopolítica muy particular del siglo XXI con el objetivo de obtener una ventaja en un tablero de ajedrez global muy competido.

Si hablamos en términos comparativos, pensemos en este momento como algo más semejante a la situación en Europa anterior a la Primera Guerra Mundial, que en lo que ocurrió como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.

Geopolítica

La lucha denodada por el control sobre territorios extranjeros, puertos, ciudades, minas, vías férreas, campos petroleros y otros recursos materiales y militares ha gobernado el comportamiento de las más grandes potencias por siglos. Por ejemplo, Gibraltar, Pearl Harbor, las minas de diamantes de África, los campos petroleros en Medio Oriente. Los ambiciosos poderes mundiales, desde el Imperio Romano hasta la fecha, siempre han partido del principio de que adquirir el máximo control sobre esos lugares –por la fuerza, de ser necesario– es el camino más seguro hacia la grandeza.

Durante la Primera Guerra Mundial era considerado grosero entre los círculos gobernantes expresar de manera abierta sus motivos descaradamente utilitarios. En cambio, las partes fabricaban elevadas justificaciones ideológicas para explicar su intensa rivalidad. Incluso entonces, las consideraciones geopolíticas prevalecían. Por ejemplo, en la Doctrina Truman, ese temprano ejemplo de la ferocidad ideológica de la guerra fría, fue creado con la finalidad de justificar los esfuerzos de Washington para repeler las incursiones soviéticas en Medio Oriente, que entonces era la principal fuente de petróleo para Europa (y una fuente de ganancias para las petroleras estadunidenses).

Hoy día, las apelaciones ideológicas siguen siendo ostentadas por funcionarios del más alto nivel para justificar sus movimientos militares predatorios, pero se vuelve cada vez más difícil disfrazar la intención geopolítica de mucha de esta conducta internacional. El asalto ruso a Ucrania es el más implacable y ostensible ejemplo reciente, pero dista de ser el único.

Durante años, Estados Unidos ha buscado contrarrestar el ascenso de China con el incremento de las fuerzas militares estadunidenses en todo el Pacífico occidental, lo que ha provocado una serie de respuestas de Pekín. Otras potencias, incluidas India y Turquía, también han tratado de extender su alcance geopolítico. No es de extrañar que, en estas circunstancias, aumente el riesgo de que estallen guerras en este tablero de ajedrez global, y eso implica que entender la geopolítica contemporánea se ha vuelto aún más importante.

Comencemos con Rusia y su afán por lograr una amplia ventaja militar.

Luchando en el campo de batalla europeo

Sí, el presidente ruso Vladimir Putin ha justificado su invasión en términos ideológicos al afirmar que Ucrania es un Estado artificial que se separó injustificadamente de Rusia. También ha denigrado al gobierno ucranio al afirmar que está infiltrado por neonazis que aún buscan revertir la victoria de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial.

Estas consideraciones, al parecer se volvieron aún más extendidas en la mente de Putin mientras preparaba a sus fuerzas para un ataque a Ucrania. Sin embargo, dichas consideraciones deben verse como una acumulación de agravios sobrepuestos a una serie de acérrimos cálculos geopolíticos.

Desde la perspectiva de Putin, los orígenes del conflicto en Ucrania comenzaron inmediatamente después del fin de la guerra fría, cuando la OTAN comenzó a aprovecharse de la debilidad de Rusia en ese momento y comenzó a expandirse sin tregua hacia el este. En 1999, tres países que habían sido aliados soviéticos –Hungría, Polonia y República Checa–, todos antiguos miembros del Pacto de Varsovia (la versión moscovita de la OTAN), se incorporaron a la alianza. En 2004, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia fueron agregados junto con tres estados que habían sido parte de la Unión Soviética (Estonia, Letonia y Lituania). Para la OTAN, este impresionante escalamiento trasladó su frente de defensa mucho más allá de los campos industriales a lo largo de las costas del Atlántico y el Mediterráneo. Mientras tanto, el frente ruso se redujo en miles de kilómetros hacia sus propias fronteras, colocando en posición de gran riesgo a su feudo, lo que generó profunda ansiedad entre los más altos funcionarios de Moscú que no aceptaban estar rodeados de fuerzas hostiles.

“Creo que es obvio que la expansión de la OTAN no tiene relación alguna con la modernización en sí de la alianza ni con garantizar la seguridad de Europa”, declaró Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich en 2007. “Por el contrario, representa una seria provocación que reduce el nivel de confianza mutua. Y tenemos el derecho de preguntar: ¿contra quién es esta expansión?”, señaló.

Fue, sin embargo, la decisión de la OTAN de 2008 de ofrecer membresías a las ex repúblicas soviéticas de Georgia y Ucrania lo que enardeció las preocupaciones de seguridad de Moscú. Después de todo, Ucrania comparte una frontera de más de 965 kilómetros con Rusia, muy cercana a gran parte de su centro industrial. Los estrategas rusos temían que si Ucrania se unía a la OTAN, Occidente podría desplegar armamento poderoso; incluidos misilies balísticos, justo en su frontera.

“Occidente ha explorado el territorio de Ucrania como un teatro futurista, con un campo de batalla que algún día estaría dirigido contra Rusia”, declaró Putin en un acalorado mensaje el 21 de febrero, justo antes de que los tanques rusos cruzaran la frontera con Ucrania. “Si Ucrania se une a la OTAN, sería una amenaza directa a la seguridad de Rusia”.

Para Putin y sus principales asesores de seguridad, la intención principal de la invasión era eliminar esa posibilidad a futuro, y permitir que el frente ruso pudiera trasladarse más allá de su núcleo vulnerable, así como mejorar sus ventajas estratégicas en el espacio de batalla europeo.

Al parecer, subestimaron el poder de las fuerzas que se alinearon en su contra, tanto en lo referente a la determinación de los ucranios comunes de repeler al ejército ruso, como en la unidad que mostró Occidente en su disposición a imponer duras sanciones económicas, por lo que, con toda probabilidad, Moscú saldrá de esta batalla en una posición de desventaja. Pero una incursión de esa magnitud implica estos riesgos draconianos.

Mackinder, Mahan y la estrategia de EU

Washington se ha manejado a sangre fría en sus consideraciones geopolíticas durante más de un siglo, y al igual que Rusia, con frecuencia se ha topado con resistencia. Como una potencia comercial que depende significativamente de su acceso a los mercados extranjeros y a materias primas, Estados Unidos ha buscado tener control estratégico sobre una serie de islas, incluidas Cuba, Hawai y Filipinas, usando la fuerza cuando ha sido necesario. Esa consigna continúa hasta hoy, y la administración Biden busca preservar o expandir el acceso de Estados Unidos a bases militares en Okinawa, Singapur y Australia.

En esos esfuerzos, los estrategas estadunidenses están influenciados por dos vertientes principales del pensamiento geopolítico. Uno es el que fue nutrido por el geógrafo inglés Sir Halford Mackinder (1861-1947), quien sostenía que la combinación del continente Euroasiático poseía gran parte de la riqueza global, recursos y población, al grado de que cualquier nación capaz de controlar esa región estaría en condiciones de controlar el mundo de manera funcional. De ahí surgió el argumento de que “los estados insulares” como Gran Bretaña y, metafóricamente, Estados Unidos, tenían que mantener una presencia significativa en Euroasia, e intervenir en la zona, de ser necesario, para impedir que alguna potencia de la región ganara el control de los otros estados.

El oficial naval estadunidense Alfred Thayer Mahan (1849-1914), de manera similar, sostenía que en el mundo en proceso de globalización, donde el acceso al comercio internacional era esencial para la supervivencia de una nación, “el control de los mares” era aún más crítico que el control de Euroasia. Un ferviente estudioso de la historia naval británica, Mahan, quien fue presidente del Colegio Naval de Guerra en Newport, Rhode Island, de 1886 a 1893, concluyó que, como Gran Bretaña, su país debía contar con una poderosa marina y numerosas bases en todos los mares para beneficio de su supremacía comercial global.

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