Guerra: Refugiados de primera y de segunda clase

Juan Pablo Duch

Huyen de los horrores de la guerra, pero unos son recibidos con los brazos abiertos y otros son tratados con cierto desprecio; mientras los afortunados adquieren permiso de residencia, acceso al trabajo, la sanidad y la educación de sus hijos, los desgraciados, tras ser retenidos durante semanas en condiciones deplorables, muchas veces terminan devueltos a sus países de origen.

No sorprende que se empiece a hablar ya de refugiados de primera y de segunda, aunque unos y otros necesitan asistencia de inmediato, los estragos de la guerra son iguales en cualquier lugar y todos deberían tener el mismo trato. Pero unos, los más de 4 millones 100 mil ucranios, la mayoría mujeres y niños, que lograron cruzar la frontera las semanas recientes, obtienen en Occidente, mediante un trámite simplificado, permiso de residencia. También se sienten a salvo los 400 mil ucranios que llegaron a Rusia, desde que comenzó la guerra, y si sólo mil 500 solicitaron asilo es porque quieren volver a sus casas en Donietsk y Lugansk.

Los que van hacia Occidente, si es un país europeo, se benefician de la Directiva de Protección Temporal de la UE, aprobada hace 20 años y que hasta ahora no se había aplicado. Consiguen protección de forma colectiva, sin evaluar cada solicitud de asilo de manera individual por un periodo de hasta tres años. Los que prefieren ir hacia el Este –2 millones y medio de ucranios desde 2014– obtienen pasaporte ruso, casi un millón ya lo tiene, o esperan una amnistía migratoria que regularice su situación.

Al mismo tiempo, hay otros refugiados, y son muchos más, que no tienen ningún beneficio. Llegan procedentes de Centroamérica, África, Siria, Myanmar o Afganistán –68 por ciento de los 82 millones de desplazados a la fuerza que hay en el mundo, según datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados–, en patera, si no se ahogan en el camino, o por rutas terrestres que con frecuencia controlan los traficantes de personas, sin saber qué les espera: ser devueltos, pésima solución, o intentar quedarse, lo que a veces resulta peor.

Se encuentran con igual rechazo de las autoridades tanto si llegan a Estados Unidos y Europa como a Rusia: nadie los quiere. Parece que, como sucede en toda guerra, sólo aceptan a quienes les sirven para que el resto del mundo condene la perversidad de su enemigo.

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