APOSTILLAS DEDUCTIVAS-9-: Cuentos a Cuentas Gotas, libro de FS que narra la cotidianidad del Covid-19

Federico Sánchez (FS Fedor), (2 de 2)

A continuación el primer cuento de este libro (Cuentos a cuenta gotas), titulado:

Bajo presión…

(el cazador cazado… por destemplado, por intolerante, por inhóspito, por abusador)

Despertó súbitamente y quiso incorporarse, pero el cordón al que estaba atado le impidió movilizarse, pues sintió un pinchazo en su brazo que lo aquietó. Sus ojos, uno casi semicerrado, doliente, ambos oscuros, giraron como órbita a la deriva. Intentó

Mirar a sus entornos sin visualizar bien las imágenes que se les presentaban ante sí: una sombra que caminaba por la habitación, otra sentada a su veras, del lado de su cabecera, una pared blanca con algunas imágenes desdibujadas o superpuestas, una cómoda difusa pintarrajeada a su derecha, un techo que se le venía encima, un closet, una mesita, varios bultos sobre la misma, una luz fosforescente, infusa a sus sentidos, difuminada en la sala, uno de su pies que sobre salía de la sábana que lo arropaba, un cordón, una botella plástica o engomada, un sonido sibilante, un televisor plano con sonido susurrante, inaprehensivo… Todos confusos. Trató de examinar dónde estaba. Por instante creyó que dormía en la cama de su casa, mas no reconoció la habitación y sus objetos; no estaba el cuadro que siempre cuelga en la pared frente a su frente, el que contiene una imagen de un niño caminando por un sendero que atraviesa una sabana llena de abetos y arbustos pequeños. Sus ojos, sobretodo el sano, se nublaron momentáneos, inexistentemente. Pero igual, abiertos no vería las cosas bien claras; por eso no vio su reloj de pared que tanto aprecia, ni la mesita de noche donde acomoda su revólver y la cartera de bolsillo.

También extrañó, dentro de su convalecencia y su conciencia, la cortina de baño rojo-magenta que se yuxtapone al lado de la contigua pared que está frente a su izquierda. Palideció de infelicidad, pues sólo vio muros vacíos o nevados, o blanco marfil. Si acaso, en penumbras o entre sombras oscuras. Quizás por la nublazón de sus ojos, o su ojo malo, pudo observar, vagamente, un pequeño recuadro con una imagen que simulaba a una enfermera solicitando silencio con el dedo índice derecho en los labios, y un recipiente cuasi plano portando algunos objetos médicos –un frasco, una jeringa, un paño doblado, unos guantes rosados- en la otra mano; la bandeja a horcajadas sobre su cadera.

Confusamente vio un rostro de mujer que estaba a su diestra, pero no logró distinguir, pues comenzó a ver de nuevo nublado. Obviamente con su ojo bueno. Casi siente un vértigo de pesar, que no de pensar, al no reconocer ningún elemento de su propiedad. Y estando difuso no prosperó ningún tipo de ánimo favorable. Cerró los ojos, o el ojo bueno, y sintió miedo. La turbación lo aplacó. Lo sonsacó de sus cabales. Un álgido temblor se apoderó de su cuerpo. Mentalmente tomó un impulso. En su pensamiento confuso, en desuso, trató de levantarse, para luego hacerlo real. O físico. Corporal.

A renglón seguido intentó moverse de nuevo, pero el bolso del suero se bamboleó de lado a lado con fuerza estrepitosa, escandalosa, a punto de casi zafarse del garfio que lo sostenía. En el interior de su vena, la aguja que estaba unida a su antebrazo lo puyó más de lo normal, sintiendo un dolor interminable. Lenitivo, y probablemente punitivo, a un tiempo. De momento, se sintió aturdido. Poco a poco fue recobrando el conocimiento de sí. Rápidamente un familiar que estaba a su lado llamó a una enfermera. Ésta, sinuosa, acelerada, acudió inmediatamente. Su bata blanca nubló los ojos del enfermo, bueno, el ojo bueno, haciendo que su corazón se acelerara, se precipitara hacia un desempeño menos animoso.

El hombre, o sea, José, a pesar de la fría habitación hospitalaria, sintió que un térmico sudor interno le recorría sus arterias, hinchándolas. Creyó inconscientemente que el mundo se le venía encima. Quizás el cielo. Tal vez un edificio, o el techo. Pero era su cabeza, o sus mejillas, o su lengua con su paladar desabrido, o sus pómulos aquijatados, que casi no los sentía. Y en ese sentido, lo que quería era huir, salir, andar, volar por aires y mares, de modo que le permitieran, más que recordar el estado en que se encontraba, olvidar que se quedaba paralizado. Atado a un diván endurecido.

Pero no, al vaivén de una habitación semioscura, con un mueble sofá y una silla de visita no muy cómoda, sintió que estaba acostado como un paralítico, o un bebé, o un viejo estacionario, y se sumergía en un llanto silencioso, con un fingido, compungido murmullo de resignación. Y pensó en un andamio, un resorte, un coche, un carrito para inválido, de modo que pudiera movilizarse. Irse, ¨irme, dios mío¨, que por momento así pensó. Pero no le fue posible albergar tal posibilidad. Mas, sentía una nublazón terrible.

La sala parecía que estaba alumbrada por algunos rayos solariegos que atravesaban una ventanilla de vidrios opacos, con vetas oscuras. La penumbra hacía más tenebrosa la situación. Al menos para él, que sentía su convalecencia como en un sueño, en un suelo cenagoso y oprimido. Y a pesar de la tenue luz, la claridad parecía sombreada por una presencia dolorosa, como un fantasma, un espejismo, una visión caricaturesca, que incrementaba el malestar de José. Tras el último intento por incorporare, sus ánimos, desde la cama y sus sábanas y sus almohadas, incluidas, parecía que se iban al suelo. Un contenido rumor alcanzó a percibir, al tiempo que sentía roces y manoteos femeninos, una voz balbuciente, serena, que lo calmó a tiempo, antes la posibilidad de precipitarse al piso.

La enfermera lo atendía con suma cautela y presumida profesionalidad, observada de muy cerca por la sufrida madre de José, que, en su incómoda cama, no dejaba de ¨jimiquearse¨,

envanecerse asiduamente. Mentalmente José se desplomó. Quedo quedó. Su pecho, una vez altivo, engreído, se hundió. Los brazos alicaídos se inmovilizaron. La enfermera, con poses suaves, tocando su hombro y su brazo, lo aquietó. Él cerró los ojos; bueno, uno, el izquierdo, porque el otro, al tener una lección grave y estar vendado, ni siquiera podía parpadearlo. Y mucho menos palparlo a fin de quitarse el vendaje. Su ojo derecho quedó indefenso, casi insufrible, por su mala práctica sediciosa; anti femenina. Pero pese a su letargo animoso, no perdió la conciencia.

Trató de recordar las horas o los días anteriores, y no fue posible. Por un instante creyó que estaba viviendo un sueño, o era el sueño una realidad incomprensible de su estado, así, acostado, sufrido. Alicaído. Descorazonado. Minutos después abrió el ojo sano. El familiar trató de calmarlo. Lo sostuvo de la mano no agujereada. Lo acarició levemente. Con ternura lo miró. Él, levemente, sonrió. Era su madre, que con lágrimas en los ojos, con gotas rodantes por sus mejillas, o anegando los canales curvilíneos de sus arrugas, trató de disimular el estado de salud de su hijo mayor.

Él no entendía por qué estaba allí. No recuerda nada. Ella le explicó que tuvo un accidente, pero que ya estaba normal. Él trató de recordar, y nada. Buscó en lo más recóndito de su memoria, y nada. Quiso pensar cerrando su ojo, o quizá dormir quiso. Sólo quería dormirse nueva vez. Y soñar. Soñar que lo que está pasando ahora era, es sólo un sueño. Al menos quería soñar con otra realidad.

Imaginó que lo que estaba sintiendo tan sólo era un espejismo. ¨Eso es…¨, -pensó-, ¨…es una ilusión, un sueño sobre otro sueño donde estoy acostado maltrecho, pero despertaré del segundo sueño para volver al primero, que debe ser placentero¨. Hondo respiró, sucintamente suspiró. Luego se durmió. Profundamente se adentró a su nuevo sueño. En un mar nebuloso de desasosiego y confusión. Borrascoso. Asido a un cordón inimaginario, a un sonido explosivo explotándole los oídos, un ojo, el brazo. El rostro todo, confundido, compungido. Y un dedo. Un dedo dado a la alevosía y al desahucio. Un dedo antifeminista.

Durante un tiempo numeroso durmió profundamente, y en su sueño seguía viendo ese dedo, un dedo dado a la alevosía. A la desgracia. Al feminicidio.

Al levantar el arma para disparar, le temblaron las manos. José nunca se imaginó que llegaría a una situación tan extrema; era de vida o muerte. “Es tu vida o la mía. Esta vaina ya me tiene desahuciado”, dijo, con los labios temblorosos. “Muerta tú, y luego yo, y se acabó este conflicto”. Desde hacía seis meses José venía amenazando de muerte a Josefa, su ex-esposa. Le aseguraba, sin ufanarse, y más triste que decidido, que si no volvía a convivir con él, no tenía sentido seguir viviendo, pero tampoco “la dejaría viva para que otro pendejo la gozara”. Siempre la tenía bajo presión, pues ¨tenía que volver conmigo, o no sería de nadie, porque o acabo contigo o acabo con él¨, así, con un verbo represivo, la amenazaba constantemente.

Nunca pensaba en las dos niñas que habían procreado, Rita y Rosy, de 8 y 11 años, respectivamente. No escatimó esfuerzo en pensar en las consecuencias perjudiciales, y extrajudiciales, que esta tragedia podría traerle, que, no es posible, me parece que no se pueda distinguirse de la conducta, del comportamiento del resto de la mayoría de los hombres que padecen rechazos de una pareja. En su aire furtivo y aniquilador, éste, condenado, desesperado del amor inquieto, se disfraza de bonachón y angelito guardián, para rehuir, temeroso, indeciso, prorrogativo, de la mirada disimulada de un vecino o un paisano transeúnte, o de una mirada, que es ajena, pero capaz de desnudarlo, de condenarlo moralmente.

Y aun así, el acosador sigue a oscuras con sus maquinaciones de hostigar, y alcanzar su propósito, o despropósito, que es, se podría decir, la conquista del amor perdido. Sería un eufemismo decir que se trata de una persona intratable, o insociable, o desequilibrado mental, pues en este caso hablamos de un profesional con estudios superiores, suficientes para darse cuenta, para diferenciar lo

correcto de lo incorrecto; y de ese insufrible maniqueísmo judaico- cristiano del bien y del mal.

Dicho así, románticamente, las pesquisas y las confabulaciones del hombre enajenado, alejado sentimental, amorosamente, son cotidianas. Devastadoras. Es un problema de formación. Un dilema de carácter. El naufragio de la conciencia. Y José no perdía su precioso tiempo en abrir los ojos, poner atención a esos asuntos domésticos de lo ¨mal o bien hecho¨, para él desatinados.

Entonces pensaba: ¨…es que lo cierto es que ella sigue siendo mi reina, mi lisura, pero también mi convivencia. Aún no puedo, no logro olvidarla. No sale de mis sienes, de mi cabeza, siempre estoy atento a ella. La quiero a morir, como dice la canción. Me he imposible amar a otra, porque desde el primer día que la vi me enamoré de ella, así, ¡zaff!, como en un santiamén, un abrir y cerrar de ojos. Todo en ella es dulzura, aunque no es sumisa a mis deseos y mis necesidades más inmediatas, más perentorias; sí, tenerla a mi lado me es urgente. Su delicadeza me abruma y quizás eso me hace arder más esta sinrazón que me acogota. Ella tiene una espléndida altivez, es exuberante en su cuerpo, en su aroma y en su forma de caminar. Y su boca, sus manos, su cintura, sus pantorrillas, sus pies, son mi debilidad y mi desgracia, porque gracias a ellos es que me debilito y ya no es posible vivir sin ella, no puedo mirar a otra mujer, a pesar de que tengo tantas oportunidades para conseguir otras mujeres, por mi oficio de ingeniero y algunos otros atractivos que llaman la atención de las mujeres. Y pese a todo eso no puedo olvidar sus ojos, su respingada y filuda nariz que es especial para los olores y ella sabe bien cuáles son los mejores sabores de los alimentos, y hasta el agua es cristalina cuando ella me la ofrece. No sé qué va a ser de mí sin ella. No sé.¨

Por eso y mucho más, que es muy prolijo contar, José vivía en una vigía constante. Consuetudinaria. Siempre la vigilaba, con mala fe y asechanza indecorosa, con premeditación y alevosía. Malévolamente la emboscaba en cualquier lugar, un cruzacalles,

una acera estrecha, en el colmado de la esquina, en el ventorrillo de Don Andrés, en la galería o balcón de la vecina. Y a la vez, más que acecharla en lontananza, sin compasión, la insultaba delirantemente.

En una ocasión detuvo a Josefa al doblar de una esquina, cerca de la residencia en donde ella vive con sus dos hijas y su madre envejeciente, y después de algunos manotazos sólo logró que ella, en defensa propia, le diera varios empujones que por poco lo choca un motociclista, sin dejar de maldecirlo, entre otros improperios, maldiciones locuaces y arrebatos verbales impronunciables. Irascibles.

Más que acercamientos, José provocaba odios y desestimación de ella y de la vecindad. Reveses que no le hicieron levantar los pies. Ni siquiera las miradas furtivas de desprecios de los vecinos o las vocingleras injurias de los transeúntes ocasionales, lo amilanaban. No valieron quejas y las amenazas de ser sometido a la acción de la justicia. Aunque a veces la Fiscalía del Distrito, adscrito al Gran Santo Domingo, hacía caso omiso a ese tipo de acusación, si no había una prueba material, concreta: una foto cuya imagen atrapaba un instante en el que él la manoteaba, o un video más preciso con ráfagas de imágenes en compulsión y estremecimiento corporal; ni siquiera una protesta escrita firmada por toda la vecindad, alegando sobre el acoso y los maltratos de José contra Josefa.

Luego José se calmaba un tiempo escaso. En una de esas vacaciones que él le daba a Josefa sin molestarla pasaban algunos meses de apacible quietud, probablemente por la amenaza judicial y los consejos de pacificadas ternuras de vecinos y familiares. Aun así José no soportaba la idea, no dejaba de pensar que cada vez que su ex iba para el trabajo, que en realidad fuera a laborar, o que cuando salía del mismo y llegaba pasado de hora a la casa, no estuviera viéndose con un amante.

Pero Josefa siempre negaba cualquier tipo de relación amorosa con un hombre. Pensaba más en sus hijas, Rita y Rosy, que en ella misma. ”Sólo quiero estar tranquila con mis hijas, lejos de la borrachera y del machismo trasnochado de José, con sus celos empedernidos. Necesito estar sola para poder pensar en el futuro, que seguro será sin él, porque no lo quiero, ni solo ni acompañado; sólo lo aborrezco, y cada día más siento que debo alejarme más y más de él. No lo necesito”, decía con aprensión.

Mientras, José insistía. Se obsesionaba. Incluso descuidaba su propio trabajo como ingeniero de una empresa de construcción y venta de casas y apartamentos dirigidos a la clase media. Se mantenía pensando en la vida de Josefa; necesitaba más estar alerta, a todas horas, en punto en cualquier punto de la ciudad, atendiendo los movimientos de su ex pareja. En una ocasión, estando laborando en una construcción, por poco le cae un alto andamio encima por estar distraído, acá abajo, pensándola, imaginándola en otras situaciones no apropiadas para su propósito.

E ínsito se cohibía de socializar: en el trabajo, en el barrio, en cualquier lugar. No restringía esfuerzo en su desvelado, vigilado interés de volver, y con promesas de cambiar su forma de ser. Proposiciones incumplidas la primera y la última vez. Y José seguía ahí, en acechos pasajeros o continuos, molestando; pues ¨…tarde o temprano la conquistaré, ya verán…¨, se repetía y les decía a varios de sus correligionarios más cercanos, algunos en desacuerdo con su conducta impropia. Y asimismo se mantenía prorrogando esperas. Esperas inútiles y desarraigadas. Pero a la vez la desesperación era insoportable. Lo aniquilaba espiritualmente.

De una forma de vida éticamente apacible, había pasado al derrumbe de una personalidad irresponsable, inquieta. Azogada. Y también somático, pues vivía ingiriendo bebidas alcohólicas, desnutriendo su embebido cuerpo maltrecho, debilitado física y emocionalmente. Infligiendo su estado apasionado, desarticulando las leyes de la naturaleza en cuanto a la alimentación regular. Infringiendo, vulnerando códigos, cánones y leyes sociales. A

veces, para paliar la situación de su impulso erótico, en lo más profundo de su libido desahuciado, buscaba los placeres de las vendedoras de caricias, aquí en la tierra, que por un ratico cobraban hasta mil pesos para llevarlo al cielo de los goces inhibidos.

Pese a esto, su satisfacción no alcanzaba el deleite de la ilusión y del amor buscado. Pues, sólo lo podría encontrar en su ex esposa, aunque le tenga que pagar todos los cuartos del mundo. Para él

¨misión imposible¨. Para ella ´´una propuesta indecorosa¨. No obstante, el deseo de tenerla no menguaba. Tampoco el supuesto amor que le profesaba a Josefa. “No podría vivir sin ella”, pensaba, y a la vez se jactaba de decirlo a los cuatro vientos, entre amigos y familiares. O públicamente lo manifestaba.

Su obsesión llegó a su clímax cuando, en sus arrebatos sistemáticos, notó que ella llegó a la casa con dos horas y media de atraso de su tiempo acostumbrado. Era inicio de la segunda quincena del mes de marzo del 2020, en un año que desde enero se percibía muy poco alentador, indomable, por aquello de que el salario real empezó a disminuir, debido al alza del dólar y del barril de petróleo y de los fletes marítimos y, en consecuencia, aumento sistemático de los productos de consumo diario.

ntonces, con los chelitos cobrados en esos días ella aprovechó su desvalorizado salario para ir en busca de los especiales que promocionaba una empresa de productos comestibles. Pero en el súper market se encontró con una fila interminable de compradores en busca de viandas y alimentos de costumbre consuetudinaria, como arroz, habichuela, carnes,  el conjunto de la bien llamada

¨Bandera Nacional¨. En un instante, como un soplo de vida, los supermercados se abarrotaron de asiduos, necesitados compradores, luego del aviso de pandemia que se había producido desde la asiática China (la otrora de Mao Tse Tung, y hoy de Din Xia Ping), más tarde expandida por Europa, América y ahora en El Gran Santo Domingo.

Josefa se tardó más de lo normal. Probablemente más de dos horas. Pero pudo conseguir un taxi que la trasladaría a la casa. La abundancia de compradores en el Súper Market, más los tapones callejeros con filas interminables de vehículos, que imperturbablemente se aglomeran al final de la tarde, le impidieron llegar temprano al hogar.

Pero el amor ciego de José, y más que un loco amor una demencia deprimida, le impidió ver que el vehículo era un taxi. Al parecer tampoco vio las fundas de plástico con el logotipo del negocio, cuando eran sacadas del baúl y luego trasladadas al interior de la casa. Y como dice el dicho ¨No hay más ciego que aquél que no quiere ver¨ la realidad circundante, asimismo se le nublaron no sólo los ojos, también el corazón, que se llenó de furor, de encono, y a la vez de fortaleza para arremeter cualquier valladar que se le presentara.

Repleto de rencor, de ira inconcebible, con una nebulosa incandescente de odio en su cabeza, más que en sus ojos, se acotejó el arma, una pistola pequeña, acinturada en su parte trasera, a media asta o en ristre desde su correa, o a la grupa en su lado izquierdo, debajo del brazo (el brazo como estandarte y su cabeza de chorlito como pabellón), y arrancó hacia su ex-casa. Entró empujando la puerta, cuyo estruendo alcanzó los decibeles que milagrosamente producen los tambores de los intérpretes urbanos en la actualidad del dembow. Desde el umbral traspasó el pasillo central. Avanzó, enfurecido, hacia el sector de la cocina, como ¨el rayo que no cesa¨, vociferando insultos y palabras baratas, de mala muerte, barriales, de indecorosos significados. Ucases inapropiados.

Las niñas, a la sazón justo al lado de su abuela materna, se espantaron del susto cuando vieron a su padre, José, blandiendo en el aire el arma homicida, que leve la elevó, con sañas y malquerencias. O matricida, en tanto mataría a la madre de las niñas, o a su propia ex suegra, si intervenía inocente,

indiscretamente. “Ya no soporto más esta situación”, vociferó enardecido. Furioso. “Hasta aquí llegó mi amor”.

Fue entonces que procedió a quitarle el seguro al arma, sin darse cuenta que lo dejó a medio camino, y, apuntando hacia el pecho de Josefa, empujó el dedo hacia atrás, halando el gatillo, y ¡pam!, disparó. El grito de espanto de Josefa fue enorme o infinito, casi aterrador; el chillido bullicioso de las niñas surgió como un canto al sufrimiento; la alharaca insufrible de la abuela se entornó en un susurro de penitencia hacia los cielos.

Las lágrimas o el sudor brotante, luego flotante, desde los poros y cuencas visuales de las féminas se aceleró al ver cómo la sangre salía, a borbotones limpios, furiosos, más rápidos que lentos, infra calientes, desde el ojo derecho de José, quien, contrito, enanito, se acuclillaba, se engullía de dolor y suplicios. ¨Lloró como mujer lo que no pudo conquistar como hombre¨, repetiría la suegra después esta célebre frase morisca, en sus contados, indiscretos relatos a los vecinos.

En el suburbio, el largo quejido femenino de José se regó como pólvora. Anegó toda la ciudadela barrial. Llegó a ser más famoso que las lamentaciones de Jeremías frente a los muros de Jericó, cuando Jerusalén era destruida, cayendo pedazo a pedazo, inmisericorde, ante los atónitos ojos de los judíos y otros hebreos pariguales.

Mientras tanto, en el hospital, José padecía la injuria celosa de su propia rabia, una conjura contra su propio empeño femenicida, contra su dedo infeliz, y con un ojo ¨quillao¨, y otro a medio abrir. Desde luego, es de cuerdos decir, que él no se disparó a sí mismo. Fue el arma que, ahora auto suicida, se encasquilló, y el tiro salió por la culata.

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