¿Golpe de Estado en México?

Walter Ego

El título de estas líneas es la inquietante pregunta que aflora en no pocos debates públicos o privados, como eventualidad o deseo, en las cada vez más reiteradas ocasiones en que las circunstancias políticas del país insinúan el estallido de una crisis social de rumbo y alcance imprevisibles.

Así ocurrió una década atrás, cuando el presidente Felipe Calderón (2006-2012) resolvió sacar al Ejército de los campamentos para utilizarlo en la lucha contra el narcotráfico, una decisión que se anunció estaría vigente hasta la profesionalización de las corporaciones policíacas, pero que algunos analistas consideran el inicio calculado de una flagrante militarización de la sociedad. Así ocurrió hace poco más cuatro años, cuando la gobernabilidad del país conoció horas difíciles por las multitudinarias manifestaciones en contra de las reformas estructurales promovidas por el presidente Enrique Peña Nieto; así ocurrió hace apenas unos meses, cuando el alza del precio de la gasolina a inicios del 2017 provocó airadas reacciones de la población. La necia y fallida estrategia de Calderón que engendró el narcoterrorismo y que además costó la vida a miles de civiles sorprendidos en el fuego cruzado de narcos y militares, los actos de vandalismo que en los dos últimos casos deslustraron los reclamos ciudadanos y pusieron al gobierno al borde de un ataque de nervios, devolvieron a la palestra la eventual necesidad del ejercicio pacificador de ese poder inflexible consubstancial a los militares. Así ocurre hoy, cuando el Ejército parece ser la única fuerza confiable y competente para detener el sangrado que supone para las arcas del país el incontrolado robo de combustible por parte de los llamados «huachicoleros».

Cualesquiera que sean las coyunturas la certidumbre es una: las Fuerzas Armadas Mexicanas aparecen como el único estamento capaz de ejercer ese «monopolio de la violencia» que todo Estado debe detentar para no ser considerado «fallido». Lo ejercieron en el sexenio de Adolfo López Mateo (1958-1964) para hacer frente a las manifestaciones de diferentes gremios sindicales (magisterio, petroleros, ferrocarrileros, etc.); lo ejercieron nuevamente durante el mandato de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) para enfrentar las protestas estudiantiles (y los muertos en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, son un triste recordatorio de ello); lo ejercieron en la década de los 70 cuando enfrentaron a las guerrillas rurales de orientación comunista aparecidas sobre todo en el estado de Guerrero, y también a inicios de 1994 cuando combatieron al Ejército Zapatista de Liberación Nacional al que confinaron en una zona bastante reducida del estado de Chiapas.

A la fecha, más allá del abatimiento o detención puntual de personajes de jerarquía en los carteles de la droga —lo que no ha supuesto una disminución en el comercio de estupefacientes—, el resultado más visible de la estrategia de sacar al Ejército a la calle es la existencia de unas Fuerzas Armadas cuestionadas y acusadas por la presunta violación de derechos humanos en su labor policial y el preocupante hartazgo de los militares por esa faena de gendarmes ajena a su competencia, disgusto evidenciado sin cortapisas en diversas declaraciones de sus altos mandos: las quejas del secretario de Marina, almirante Vidal Francisco Soberón Sanz, por las recomendaciones que emitió en contra del actuar de sus subordinados la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), o las expresadas en conferencia de prensa, a finales del pasado año, por el secretario de la Defensa Nacional, General Salvador Cienfuegos Zepeda: «No nos sentimos a gusto, ninguno de los que estamos con ustedes aquí estudiamos para perseguir delincuentes».

Una radiografía social de bajo contraste evidenciaría que los golpes de estado acontecen en regímenes totalitarios, o en vías de convertirse en uno, en los cuales la oposición desarticula el entramado del poder pero no puede acceder a él. Este absurdo social se suele resolver por la vía de imponer desde las armas, y bajo el pretexto de salvaguardar la integridad del país y la ciudadanía, decretos y bandos en los que se violentan las leyes y se vulnera la Constitución. Tarda años restablecer el cauce democrático en un país tiranizado: un gobierno empoderado por las armas sólo puede sostenerse por medio de ellas.

Si bien las Fuerzas Armadas Mexicanas son las únicas en América Latina que en los últimos 70 años jamás han protagonizado un golpe de estado, más de un analista advirtió hace una década —cuando Calderón sacó al Ejército a las calles— que en una región donde se puso trágicamente de moda la violenta práctica del «punch» militar, costaba trabajo que una vez en las calles los uniformados regresaran pacíficamente a sus rutinas cuartelarias.

A poco menos de un año para la elección presidencial en México, y la posibilidad en ascenso de la llegada al más alto puesto de la Nación de un populista de izquierda como Andrés Manuel López Obrador, un hombre al que se tilda de «autoritario» y de representar un «peligro» para el país, un hombre que ha osado cuestionar al Ejército y que exige se aclare el rol que desempeñaron en la desaparición de 43 alumnos de la normal rural de Ayotzinapa los soldados del 27 Batallón de Infantería con base en Iguala, la posibilidad de la interrupción del cauce democrático mexicano no resulta por desgracia ajena a las circunstancias de una nación en la que se pretende aprobar una Ley de Seguridad Interior que faculta «el uso legítimo de la fuerza» por parte del Ejército, y donde la sensible armonía entre los poderes ejercidos desde lo civil y lo militar amenaza con desequilibrarse a favor de los uniformados. El único y magro consuelo es que de ocurrir no sería un «golpe a la antigüita», con baños de sangre y toques de queda; de ocurrir sería en su versión «light», aquella que siembra razones para el disgusto y la inconformidad o maximiza hasta la desestabilización las ya existentes como excusa perfecta para la tercería «salvadora» de los militares.

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