Bombas de racimo: escalada de la insensatez

La Jornada

Estados Unidos ratificó ayer que el presidente Joe Biden ordenó entregar a Ucrania bombas de racimo como parte de su próximo paquete de asistencia militar por un valor aproximado de 800 millones de dólares, que se suma a los más de 40 mil millones con que Washington ha reforzado las capacidades militares ucranias desde el inicio de la invasión rusa en febrero de 2022.

El suministro de estos pertrechos resulta alarmante por varios motivos. En primer lugar, supone el cruce de una nueva línea roja por parte de Occidente en su afán de borrar a Rusia como rival geopolítico, sin importar el costo en destrucción material, vidas humanas y la creación de tensiones que permanecerán mucho más tiempo del que dure la guerra en curso. La decisión de dotar al ejército ucranio de estos explosivos es el punto más reciente de una escalada que incluye la entrega de equipos antiaéreos de cada vez mayor sofisticación, artillería de alcance creciente, tanques pesados cuyas especificaciones rebasan claramente los propósitos defensivos, municiones de uranio empobrecido que introducen el nefasto componente nuclear en las operaciones bélicas, así como de la provisión de inteligencia que ha permitido asesinar a mandos de las fuerzas armadas rusas y del entrenamiento en el uso de cazas de combate F-16.

Además, este último paso en la apuesta por la muerte tiene un carácter abominable, porque la concepción y el diseño de las bombas de racimo las convierte en un instrumento para causar el mayor daño posible a la población civil, que ninguna responsabilidad tiene en la conflagración desatada por los líderes que despachan desde Moscú, Kiev, Washington o Bruselas. La Convención sobre municiones en racimo, adoptada el 30 de mayo de 2008 en Dublín, bajo el auspicio del Comité Internacional de la Cruz Roja, define estos dispositivos como “una munición convencional que ha sido diseñada para dispersar o liberar submuniciones explosivas, cada una de ellas de un peso inferior a 20 kilogramos”. Debido a su “índole no fiable e imprecisa” y a que se lanzan “en ingentes cantidades sobre extensas zonas”, la convención ratificada por más de 120 países denuncia el alto precio pagado por los civiles que caen víctimas de ellas, y las califica de moralmente inaceptables.

De hecho, buena parte de los estados miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte proscribe estas armas y considera legalmente punibles a quienes las empleen o transfieran a otros actores. Por ello, si los países europeos adheridos a la convención permiten a Washington el tráfico impune de bombas de racimo, se presentará una enésima prueba de la subordinación del bloque occidental a su miembro más poderoso, así como la completa desaparición de las potencias europeas como entes soberanos en el tablero geopolítico.

Es un dato significativo que ni Estados Unidos ni Rusia ni Ucrania formen parte de la amplia mayoría de la comunidad internacional que se ha comprometido, al menos en el papel, a renunciar a las bombas de racimo, destruir las existentes e ilegalizar su producción, almacenamiento y transferencia. De concretarse la entrega de estos arsenales al ejército comandado por Volodymir Zelensky no se dará, como pretenden el belicoso líder y sus aliados, un paso hacia el fin de la invasión rusa y el restablecimiento de la soberanía ucrania, sino un peligroso deslizamiento hacia un conflicto de mayores proporciones, cada vez más devastador para militares y civiles.


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