Occidente-Arabia Saudí: realpolitik

Por Luis Rivas

PARÍS — EEUU y sus aliados occidentales intentan capear la tormenta desatada en la opinión pública internacional tras la muerte en el consulado saudí de Estambul del periodista y disidente Jamal Khashoggi. Pero las condenas simbólicas no serán seguidas de graves sanciones y, mucho menos, en el terreno de la venta de armas a Arabia Saudí.

El principal socio comercial, militar, aliado estratégico y sostén internacional del reino saudí, no puede permitirse castigar duramente a Riad por mucha que sea la polvareda levantada por la prensa internacional tras el asesinato perpetrado por agentes saudíes, según ha destilado la prensa turca. Donald Trump, que a la hora de escribir estas líneas seguía manteniendo una postura ambigua sobre la respuesta diplomática de su Gobierno, es el único líder internacional que, al menos, no ha ocultado las obligaciones de la realpolitik. Si Washington castiga a los saudíes, los megacontratos de armamento que el inquilino de la Casa Blanca rubricó en Riad el pasado año podrían convertirse en arena.

Para Estados Unidos, no solo estaría en juego el acuerdo ya firmado por valor de 110.000 millones de dólares, además de otro por 350.000 en los próximos diez años. Esa cifra corresponde al aspecto militar, pero el volumen de negocio que Arabia Saudí puede suponer para las empresas norteamericanas dentro de marco del plan de desarrollo saudí llamado ‘Visión 2030’ puede ser también estratosférico.

Ese plan puesto en marcha por Mohamed Ben Salman (MBS) quiere poner fin a la monodependencia del petróleo y diversificar la economía de su país. Y si en especial las corporaciones de Silicon Valley pueden, de momento, dudar de su eventual inversión para evitar una publicidad negativa, esa disyuntiva no se la plantean ni el aparato militar-industrial ni el resto de las consultoras y otras compañías menos mediáticas que solo esperan que el clamor internacional se calme en pocas semanas.

Cabezas de turco para continuar los negocios

A pocos días de la cita electoral de noviembre, Donald Trump y el Partido Republicano respirarían mejor si su aliado saudí encontrara pronto (como efectivamente ya lo hizo) un cabeza de turco a quien achacar la muerte violenta del periodista y moderado opositor. Algunos medios internacionales daban ya dos nombres como posibles sacrificados. Uno es el general Ahmed Asiri, vicedirector de los servicios secretos y exportavoz de la alianza militar encabezada por los saudíes en el conflicto de Yemen. Otro nombre aireado en la prensa árabe, y quizá con oscuras intenciones, es el de Saud Qatahni, cercano asesor del Príncipe Ben Salman. Qathani no tiene un perfil militar y es más bien uno de los intelectuales de la corte.

En cualquier caso, algún apellido será mencionado en una acción que sería presentada como una operación pensada para capturar a Khashoggi y conducirle por la fuerza a su país, para ser interrogado allí. Después, — se dirá— las órdenes se malinterpretaron, o, incluso, la víctima pudo haber reaccionado mal a una dosis de anestesia. La historia ofrece justificaciones en abundancia. El secuestro de disidentes y de príncipes es, por otra parte, una especialidad del reino. Tres miembros de la familia real han sido protagonistas de este procedimiento en tiempos recientes, sin que los aliados de MBS se conmuevan.

Estados Unidos, además de los miles de millones de dólares, no quiere echar a perder su estrategia diplomática en la zona. Ideada por el yerno de Trump Jared Kushner, había conseguido enfriar las relaciones históricas de Riad con la causa palestina y acercar, al mismo tiempo, los intereses saudíes a los de Israel en la pugna que ambos países mantienen con Irán. Además, estaba logrando mejorar las relaciones de Arabia Saudí con su rival suní, Turquía, para preparar el futuro en la región tras el final del conflicto en Siria.

Por supuesto, algunos congresistas demócratas aprovecharán la ocasión electoral para atacar a Trump por el flanco saudí, pero sería algo burdo, teniendo en cuenta los contratos armamentísticos firmados también con el mismo país por los expresidentes Barack Hussein Obama y William Jefferson Clinton. Fue, además, durante el mandato del Nobel Obama cuando la guerra en Yemen se agudizó. Fue, además, la candidata presidencial Hillary Clinton quien recibió más de 10 millones de dólares de sus amigos saudíes en plena campaña electoral para la Presidencia, en 2016. Pocos argumentos morales para afear la conducta de Trump.

Armas y realidad económica

Reino Unido y Francia son respectivamente, el segundo y el tercer suministrador de armas a Riad. Para los británicos, embarrancados en el Brexit y buscando mercados sustitutivos al comunitario, sería un suicidio comercial enfrentarse a Arabia Saudí. Impensable para la conservadora Theresa May. Para el laborista Jeremy Corbyn, necesitado del apoyo de la izquierda más radical y de los jóvenes, es más fácil prometer sanciones a los saudíes, siempre desde la oposición.
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En Francia la cuestión moral es siempre objeto de primera página. Soportar el peso de representar a la patria de los derechos humanos obliga a ello. Emmanuel Macron, que como sus homólogos europeos ha visitado Riad como paso obligado de su diplomacia —para doblar el monto de cifra de negocios en su venta de armas a Arabia Saudí— deja a su ministros opinar sobre el «affaire Khashoggi». El responsable de Economía precisamente, es el encargado de dejar las cosas claras: «Riad es un socio estratégico de Francia y este episodio no puede cuestionar nuestra alianza estratégica». Dos veces estratégica, pues, según París.

El resto de los países europeos se pliega también a la realidad y, además, cualquier atisbo de osadía saben que puede resultarles caro. Tan caro como a Canadá, que por un mensaje en twitter de su ministra de Exteriores criticando la permanencia en prisión —seis años ya— del bloguero saudí Raef Badaoui, condenado por ofensa al islam, provocó un colapso diplomático con Riad, la cancelación de contratos militares y el cierre de la embajada en el reino.

Alemania, cuyo Gobierno socialista-conservador había prometido, un año antes, suspender las ventas de material militar a los saudíes para evitar su uso en Yemen, incumplió la promesa y recordó que la palabra realpolitik pertenece a la lengua de Goethe.

El reflejo moral progresista fue lo que impulsó también al Gobierno español a anunciar la cancelación del acuerdo de venta a Arabia Saudí de 400 bombas láser, por boca de su ministra de Defensa, Margarita Robles. Su jefe, Pedro Sánchez, tuvo que recular cuando su cliente avisó que, como represalia, anulaba la compra de cuatro corbetas a España. Las manifestaciones de trabajadores de la empresa Navantia, donde se construyen las fragatas, recordaron al Gobierno socialista que el empleo es prioritario, por encima de la diplomacia de principios morales.

​Así las cosas, y esperando que los servicios secretos turcos sigan filtrando detalles escabrosos sobre la muerte de Jamal Khashoggi, Occidente solo puede marcar con un acto simbólico su posición ante el asesinato del periodista saudí: cancelar su participación en la ‘Future Investment Initiative’, la reunión diplo-político-comercial que Mohamed Ben Salman organiza para atraer inversiones a su país. La del próximo año restañará las heridas diplomáticas.

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